martes, 26 de agosto de 2008


ESPIRITUALIDAD CRISTIANA







Hace casi dos mil años, pasó un hombre por Palestina que causaba asombro entre los habitantes de aquellas regiones. Su nombre era Jesús de Nazareth. Los judíos tenían memoria histórica de hombres extraordinarios, que conocían profundamente a Dios, como habían sido los grandes patriarcas y los profetas, los jueces y los reyes y los sabios del pueblo. El pueblo elegido siempre tenía una especie de predisposición para reconocer a los enviados del Señor. Especialmente en los momentos más duros de su historia, Dios no se había hecho esperar y había enviado guías para su pueblo, pero hacía ya mucho tiempo que el Señor no enviaba profetas ni guías a su pueblo.
Había surgido un destello de luz nueva con la presencia de Juan el Bautista. Pronto la muchedumbre le tomó por profeta y comenzaron a seguirle, pero él aseguraba que había venido a preparar el camino a otro, pues él no era la Verdad, no era Aquel a quien debían de seguir (Cfr. Mt 3, 15-17).
Así que la venida de Jesús de Nazareth significó para los judíos y los habitantes de Palestina, una novedad extraordinaria, la luz en medio de la oscuridad, una cometa luminosa en una noche sin estrellas. Todos se dieron cuenta de que Jesús era diferente por lo que decía y por lo que hacía: "Y quedaron asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Mc 1,22; Mt 7,28). Lo consideraban "un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo" (Lc 24,19). Con los hechos demostraba tener poder sobre las enfermedades, sobre la misma muerte, sobre los pecados y finalmente sobre el mismo demonio.
Ya durante su vida terrena Jesucristo causaba asombro entre los hombres, todos veían en El algo especial: una sabiduría, un poder, una vida particular, que aportaba beneficios a todo el que entrara en contacto con El, tanto en el orden físico, como en el moral y espiritual. Todos experimentaban una verdadera liberación de sus enfermedades, de sus pecados, de la posesión del demonio y de la misma muerte. Obraba con gran poder, más aún, con "el Poder de Dios", o con el "Espíritu de Dios", o con el "dedo de Dios", según las varias expresiones de los testigos, recopiladas en los Evangelios.
Los hombres se preguntaban sobre El y decían que era un gran profeta, o el mismo profeta Elías, uno de los más grandes profetas, que no había muerto, sino que Dios lo había tomado consigo en el cielo. Hasta hubo quienes, como el apóstol Pedro, llegaron a comprender que Jesús era el mismo Hijo de Dios hecho hombre.
Pero esta oleada de vida nueva que trajo Jesucristo, que tanto beneficio había aportado a los hombres que se le podían acercar y que había suscitado tantas esperanzas, llegó a manifestar todo su esplendor y su potencia benéfica con su muerte cruenta en la cruz y con su resurrección de entre los muertos, al tercer día. Los discípulos constataron que "la muerte no había tenido poder sobre El". Más bien con esa muerte había ganado una condición de gloria, es decir de victoria definitiva sobre el demonio y la muerte, de plenitud de vida divina, de eternidad y felicidad.
Su capacidad de derramar beneficios hacia todos los hombres era ahora incontenible; los discípulos se dieron cuenta, a través de ese signo de Pentecostés, que Jesucristo cumplió aquello que había prometido antes de su muerte: derramar el Espíritu Santo, el mismo Espíritu de Dios que vivía en El como Hijo de Dios Padre y como hombre resucitado, sobre ellos y sobre toda la humanidad. Comunicaba la vida divina, la eternidad a todos los hombres. Así Cristo instauraba su Reino, el Reino de Dios, al transformarnos en "hombres nuevos", como es El, hombre nuevo, y al reunirnos en un pueblo nuevo, en su Iglesia.
Estos acontecimientos no fueron solamente para la gente de aquella época, sino que también los hombres de hoy nos vemos tocados por los beneficios de Cristo. En efecto, a través del sacramento del Bautismo, la Iglesia nos pone en contacto con Jesucristo, quien gracias a su muerte y resurrección derrama sin límites su Espíritu Santo sobre nosotros. Recibimos así la vida divina, la eternidad, la "vida nueva en Cristo". Nos transformamos en "hijos de Dios", como Cristo es Hijo de Dios. Además, no por naturaleza como Cristo, sino por adopción, es decir, por beneficio concedido también a nosotros, nos transformamos en "hombres nuevos", en "creaturas nuevas", como dice S. Pablo.
Todos los bautizados, forman la Iglesia, el pueblo de los redimidos, de los hijos de Dios, de los destinados a vivir eternamente con El. La Escritura usa muchas imágenes para describir la Iglesia y el Reino de Dios; dice que somos el pueblo de Dios, los elegidos sellados con el sello de Dios, el cuerpo cuya cabeza es Cristo, la ciudad santa en la que reina Cristo, el banquete del Hijo al que somos invitados todos, la Esposa que es elegida y amada por el Esposo que es Cristo, etc.
El hombre que ha recibido un beneficio tan grande, con el bautismo adquiere el compromiso de vivir y acrecentar la amistad y la unión con Dios, autor de ese don, y de vivir realizando en todas las circunstancias de la vida la imagen del "hombre nuevo", según el modelo de Jesucristo.
Nuestra vida se ve plenamente comprometida en este sentido, al habernos encontrado con Jesucristo y al haber recibido sus beneficios.
Esta plena transformación en Cristo, la realización de la imagen de Cristo en cada uno de nosotros se llama SANTIDAD. Esta palabra se refiere al modo de ser de Dios. Dios es santo. La santidad que nos corresponde deriva de nuestra unión con El, y de la transformación que logremos gracias a esa unión. El cristiano tiene que ser santo, como Dios es santo. Antiguamente los cristianos se denominaban simplemente "los santos", precisamente por su relación especial con Dios a través de Cristo, y por el modo de vivir a imitación de Cristo.

No hay comentarios: