lunes, 28 de noviembre de 2011

CIENCIA Y FE



Ciencia y fe






Decía el gran físico y filósofo Carl Friedrich von Weizsäcker que «el primer sorbo de la copa de la Ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella... más claro se ve en su fondo el rostro del Creador». La idolatría de la ciencia pretende justamente lo contrario: pretende que el conocimiento científico y la fe religiosa son irreconciliables; y que la misión de la ciencia no es otra sino instaurar un Paraíso en la tierra que expulse la fe al lazareto de las supersticiones. Inevitablemente, cuando la ciencia se endiosa y se hace idolatría, acaba exigiendo que no exista ninguna instancia moral que pueda poner cortapisas a su desarrollo: todo lo que es científicamente posible -afirma esta nueva forma de mesianismo científico- debe hacerse sin vacilación.

Durante siglos se entendió que ciencia y fe proporcionaban formas de conocer la realidad complementarias con metodologías distintas. La fe proporcionaba un conocimiento sobre Dios y sobre los planes de Dios para el hombre, sobre el sentido de la vida humana. La ciencia, por su parte, proporcionaba un conocimiento sobre el funcionamiento de la materia. Para un creyente, la ciencia no supone ningún obstáculo a su fe, puesto que ningún avance científico podrá jamás negar la existencia de Dios; por el contrario, el creyente verá siempre en la ciencia una posibilidad de avanzar en el conocimiento del universo, de las realidades empíricas, en definitiva de la Creación; y este mejor conocimiento de la Creación lo hará más consciente y agradecido de la existencia de un Dios Creador que ha querido manifestarse a través de sus obras.

Pero llegó un momento en que la idolatría de la ciencia quiso erigirse en la única sabiduría o certeza posible; todo lo que no se pudiera cobijar en el ámbito científico quedaba automáticamente descalificado, como mera superstición u opinión prescindible.

La idolatría de la ciencia pretende que el conocimiento empírico que nos brinda la ciencia, es decir, el conocimiento de la materia y de sus propiedades, invada ámbitos que le son ajenos. La ciencia, por mucho que avance, no podrá explicarnos jamás la genialidad de una obra artística, ni dictaminar sobre nuestros sentimientos... simplemente, porque son realidades que no pertenecen al orden material. Y, sin embargo, son realidades plenamente existentes que exigen otras formas de conocimiento.

Pero la idolatría de la ciencia pretende dar respuesta también a esos ámbitos de la realidad que la ciencia verdadera considera ajenos a su competencia. Pretende convencernos de que la genialidad de una obra artística depende de las reacciones químicas que su contemplación produce en nuestro organismo; pretende explicar genéticamente la índole de nuestros sentimientos... y pretende, también, negar la existencia de Dios. Negando la existencia de Dios, en el fondo, la idolatría de la ciencia niega la existencia de un Logos, de una Razón Creadora; y en un mundo carente de razón, sometido por lo tanto al caos, es más fácil defender la actuación de una ciencia liberada de todo tipo de trabas éticas o morales, una ciencia que ya no se conforma con escudriñar las leyes más íntimas de la naturaleza, sino que aspira a hurgar en ellas a capricho, aspira a alterarlas, a contrariarlas, a invertirlas, a abolirlas en fin, con la coartada de propiciar un mayor progreso humano. Pero ese mesianismo científico que se nos ofrece como una suerte de panacea universal se revela, a la postre, una trampa saducea: las coartadas para propiciar un mayor desarrollo humano acaban convertidas en instrumentos de una mayor destrucción humana. Así ocurrió en el pasado en el ámbito de cierta investigación atómica, que acabó abriendo las puertas a la creación de armas mortíferas; así ocurre hoy, por ejemplo, en el ámbito de cierta investigación genética. Pero este mesianismo científico que postula que todo lo que puede hacerse debe hacerse sin interferencia de escrúpulo moral alguno está siendo, a la postre, la tumba de la verdadera ciencia, que cada vez tiene más dificultades para hacerse escuchar en el concurrido manicomio de una ciencia demente que, en su alocada carrera en pos de beneficios pingües y espectacularidad mediática, no vacila en fomentar los métodos más sensacionalistas y en infundir las esperanzas más quiméricas entre quienes padecen enfermedades incurables, con tal de acrecentar su predicamento.

Así la ciencia se convierte en superstición, que era exactamente el calificativo que los idólatras de la ciencia reservaban a las creencias religiosas.

JUAN MANUEL DE PRADA

lunes, 21 de noviembre de 2011

MATEO 25,31-46



Contemplar el Evangelio de hoy

Día litúrgico: Domingo XXXIV del tiempo ordinario: Jesucristo, Rey del Universo (A)

Texto del Evangelio (Mt 25,31-46):

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de Él todas las naciones, y Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.

»Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme’. Entonces los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber?’. ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?’. Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’.

»Entonces dirá también a los de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis’. Entonces dirán también éstos: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?’. Y Él entonces les responderá: ‘En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo’. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna».

Comentario: P. Antoni POU OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)

«Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»

Hoy, Jesús nos habla del juicio definitivo. Y con esa ilustración metafórica de ovejas y cabras, nos hace ver que se tratará de un juicio de amor. «Seremos examinados sobre el amor», nos dice san Juan de la Cruz.

Como dice otro místico, san Ignacio de Loyola en su meditación Contemplación para alcanzar amor, hay que poner el amor más en las obras que en las palabras. Y el Evangelio de hoy es muy ilustrativo. Cada obra de caridad que hacemos, la hacemos al mismo Cristo: «(…) Porque tuve hambre, y me disteis de comer; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; en la cárcel, y vinisteis a verme» (Mt 25,34-36). Más todavía: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

Este pasaje evangélico, que nos hace tocar con los pies en el suelo, pone la fiesta del juicio de Cristo Rey en su sitio. La realeza de Cristo es una cosa bien distinta de la prepotencia, es simplemente la realidad fundamental de la existencia: el amor tendrá la última palabra.

Jesús nos muestra que el sentido de la realeza -o potestad- es el servicio a los demás. Él afirmó de sí mismo que era Maestro y Señor (cf. Jn 13,13), y también que era Rey (cf. Jn 18,37), pero ejerció su maestrazgo lavando los pies a los discípulos (cf. Jn 13,4 ss.), y reinó dando su vida. Jesucristo reina, primero, desde una humilde cuna (¡un pesebre!) y, después, desde un trono muy incómodo, es decir, la Cruz.

Encima de la cruz estaba el cartel que rezaba «Jesús Nazareno, Rey de los judíos» (Jn 19,19): lo que la apariencia negaba era confirmado por la realidad profunda del misterio de Dios, ya que Jesús reina en su Cruz y nos juzga en su amor. «Seremos examinados sobre el amor».

miércoles, 16 de noviembre de 2011

EL DIAMANTE



EL DIAMANTE
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Un rey poseía un magnifico diamante que accidentalmente sufrió una rayadura profunda.
Los cortadores de diamantes al servicio del rey dijeron que por más que lo pulieran, no conseguirían eliminar totalmente la imperfección.
No obstante, uno de los talladores, se ofreció espontáneamente expresando lo siguiente:
- "Puedo corregir esa falla de manera tal que transformaré el diamante en una piedra mas valiosa que lo que era en su estado original."
El rey le dijo al experto que llevara adelante la idea, y éste demostrando una gran pericia, grabó los pétalos de una rosa sobre el diamante y la profunda rayadura sirvió de tallo para la flor.
En forma similar, dijo el maestro, con habilidad se puede transformar los rasgos negativos en virtudes. Una persona puede valerse de sus errores y defectos de una manera positiva, de manera tal que le será posible obtener un gran provecho de los mismos.