lunes, 30 de noviembre de 2009

BIENAVENTURADO ERES PEREGRINO


Bienaventurado eres peregrino,

si descubres que el camino

te abre los ojos a lo que no se ve.


Bienaventurado cuando contemplas

el camino y lo descubres

lleno de nombres y de amaneceres.


Bienaventurado eres

cuando te faltan palabras para agradecer

todo cuanto te sorprende

en cada recodo del camino

Bienaventurado eres

porque has descubierto

que el auténtico camino

comienza cuando se acaba…


Bienaventurado eres

si tu mochila se ha vaciado de cosas

y tu corazón no sabe

donde colgar tantas emociones.


Bienaventurado eres

si descubres que un paso atrás

para ayudar a otro vale más

que uno hacia delante

sin mirar a tu lado.


Bienaventurado eres

si buscas la Verdad

y haces de tu Camino una Vida

y de tu Vida un camino

en busca de quien es

el Camino, la Verdad y la Vida.


Bienaventurado eres si descubres

que el camino tiene mucho de silencio

y el silencio de oración

y la oración de encuentro

con el Padre que siempre te acompaña

que te Ama y que te espera.

SABER VIVIR, SABER MORIR, RAIMON PANIKKAR

miércoles, 25 de noviembre de 2009

FE, ESPERANZA Y CARIDAD


1. La fe, la esperanza y la caridad son como tres estrellas que brillan en el cielo de nuestra vida espiritual para guiarnos hacia Dios. Son, por excelencia, las virtudes "teologales": nos ponen en comunión con Dios y nos llevan a él. Forman un tríptico que tiene su vértice en la caridad, el agape, que canta de forma excelsa san Pablo en un himno de la primera carta a los Corintios. Ese himno concluye con la siguiente declaración: "Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad, pero la más excelente de ellas es la caridad" (1 Co 13, 13).

Las tres virtudes teologales, en la medida en que animan a los discípulos de Cristo, los impulsan a la unidad, según la indicación de las palabras paulinas que escuchamos al inicio: "Un solo cuerpo (...), una sola esperanza (...), un solo Señor, una sola fe (...), un solo Dios y Padre" (Ef 4, 4-6). Continuando nuestra reflexión de la catequesis anterior sobre la perspectiva ecuménica, hoy queremos profundizar en el papel que desempeñan las virtudes teologales en el camino que lleva a la plena comunión con Dios-Trinidad y con los hermanos.

2. En el pasaje de la carta a los Efesios antes mencionado el Apóstol exalta ante todo la unidad de la fe. Esa unidad tiene su manantial en la palabra de Dios, que todas las Iglesias y comunidades eclesiales consideran como lámpara para sus pasos en el camino de su historia (cf. Sal 119, 105).

Las Iglesias y comunidades eclesiales profesan la misma fe en "un solo Señor", Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, y en "un solo Dios y Padre de todos" (Ef 4, 5. 6). Esta unidad fundamental, así como la que brota del único bautismo, se manifiesta claramente en los múltiples documentos del diálogo ecuménico, aunque sobre algunos aspectos quedan aún motivos de reserva. Por ejemplo, en un documento del Consejo ecuménico de las Iglesias se lee: "Los cristianos creen que el "único verdadero Dios", que se dio a conocer a Israel, se reveló de modo supremo en "su enviado", Jesucristo (cf. Jn 17, 3); que en Cristo Dios reconcilió consigo al mundo (cf. 2 Co 5, 19); y que, mediante su Santo Espíritu, Dios da nueva vida, vida eterna, a todos los que por medio de Cristo se entregan a él" (Confesar una sola fe, 1992, n. 6).

Todas las Iglesias y comunidades eclesiales se refieren a los antiguos símbolos de la fe y a las definiciones de los primeros concilios ecuménicos. Sin embargo, existen aún algunas divergencias doctrinales, que es preciso superar para que el camino de la unidad de la fe llegue a la plenitud señalada por la promesa de Cristo: "Escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10, 16).

3. San Pablo, en el texto de la carta a los Efesios que hemos puesto como emblema de nuestro encuentro, habla también de una sola esperanza, a la que estamos llamados (cf. Ef 4, 4). Es una esperanza que se manifiesta en el compromiso común, a través de la oración y la activa coherencia de vida, con vistas al establecimiento del reino de Dios. Dentro de este vasto horizonte, el movimiento ecuménico se ha orientado hacia metas fundamentales que se entrelazan, como objetivos de una única esperanza: la unidad de la Iglesia, la evangelización del mundo, la liberación y la paz en la comunidad humana. El camino ecuménico se ha beneficiado también del diálogo con las esperanzas terrenas y humanísticas de nuestro tiempo, incluso con la esperanza oculta, aparentemente derrotada, de los "sin esperanza". Frente a estas múltiples expresiones de la esperanza en nuestro tiempo, los cristianos, aunque estén en tensión entre sí y probados por la desunión, han sido impulsados a descubrir y testimoniar "una razón común de esperanza" (Consejo ecuménico de las Iglesias, "Faith and Order" Sharing in One Hope, Bangalore 1978), reconociendo en Cristo su fundamento indestructible. Un poeta francés escribió: "Esperar es lo más difícil (...). Lo fácil, la gran tentación, es desesperarse" (Charles Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, ed. Pléyade, p. 538). Pero para nosotros, los cristianos, sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15).

4. En el vértice de las tres virtudes teologales está el amor, que san Pablo compara casi con un lazo de oro que une en armonía perfecta a toda la comunidad cristiana: "Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Cristo, en la solemne oración por la unidad de los discípulos, revela su substrato teológico profundo: "el amor con que tú (oh Padre) me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). Precisamente este amor, acogido y acrecentado, constituye en un solo cuerpo a la Iglesia, como nos señala san Pablo: "Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 15-16).

5. La meta eclesial de la caridad, y al mismo tiempo su fuente inagotable, es la Eucaristía, comunión con el cuerpo y la sangre del Señor, anticipación de la intimidad perfecta con Dios. Por desgracia, como recordé en la catequesis anterior, en las relaciones entre los cristianos desunidos, "a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón"" (Ut unum sint, 45). El Concilio nos recordó que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humanas". Por ello debemos poner nuestra esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para con nosotros y en el poder del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 24).

Juan Pablo II

martes, 17 de noviembre de 2009

LA VERDAD


La verdad que condena no es verdad.
La verdad sólo libera.

La verdad que somete no es verdad.
La verdad sólo desata las cadenas.

La verdad que excluye no es verdad.

La verdad sólo reúne.
La verdad que se pone por encima no es verdad.
La verdad sólo sirve.

La verdad que desconoce la verdad de otros no es verdad.
La verdad es sólo reconocimiento.

La verdad que no mira a los ojos a otras verdades no es verdad.

La verdad es sólo acogimiento sin temor.
La verdad que engendra dureza no es verdad.
La verdad es sólo amabilidad y ternura.

La verdad que desune no es verdad.

La verdad sólo unifica.

La verdad que se liga a fórmulas, por escuetas que sean, no es verdad.
La verdad es sólo libre de formas.
Si la verdad se liga a fórmulas,
tiene que condenar, excluir, desunir, tiene que ponerse por encima, dar por falsas otras verdades.
La verdad reside en formas, pero no se liga a ellas.
Por eso, en las nuevas sociedades globales,
la espiritualidad no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad.
Marià Corbí

viernes, 13 de noviembre de 2009

EL SILENCIO DE DIOS




Cuenta una antigua leyenda noruega, acerca de un hombre llamado Haakon, quien cuidaba una ermita. A ella acudía la gente a orar con mucha devoción. En esta ermita había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. Un día el ermitaño Haakon quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso.

Se arrodilló ante la cruz y dijo: "Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero remplazarte en la Cruz." Y se quedó fijo con la mirada puesta en la cruz, como esperando la respuesta. El Señor abrió sus labios y habló. Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:

-Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.
-¿Cuál Señor?, preguntó con acento suplicante Haakon. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda Señor! respondió el viejo ermitaño.
- Escucha- dijo Dios-. Suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre.
Haakon contestó: -¡Os lo prometo, Señor!.

Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la Cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada, pero un día, llegó un rico, después de haber orado, dejó allí olvidada su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:

- ¡Dame la bolsa que me has robado!
El joven sorprendido replicó:
- ¡No he robado ninguna bolsa!, contestó.
- No mientas, devuélvemela enseguida!, dijo el rico enojado.
- Le repito que no he cogido ninguna bolsa!, volvió a repetir el pobre.
El rico arremetió furioso contra él. Sonó entonces una voz fuerte: "¡Deténte!"

El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. Este quedó anonadado y salió de la Ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje. Cuándo la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:

- Baja de la Cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No haz sabido guardar silencio.
- Señor, ¿cómo iba a permitir esa injusticia?
Se cambiaron los oficios, Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante la cruz. El Señor, siguió hablando:
-Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una joven mujer. El pobre, por el contrario, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo; en cuanto al muchacho que iba a ser golpeado, sus heridas le hubiesen impedido realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tú no sabías nada. Yo sí sé. Por eso callo.

Y el señor nuevamente guardó silencio. Muchas veces nos preguntamos por qué razón Dios no nos contesta. ¿Por qué razón se queda callado Dios? Muchos de nosotros quisiéramos que Él nos respondiera lo que deseamos oír, pero Dios no es así. Dios nos responde aún con el silencio. Debemos aprender a escucharlo. Su Divino Silencio, son palabras destinadas a convencernos de que, Él sabe lo que está haciendo. En su silencio nos dice con amor: ¡¡¡¡Confiad en mí, que sé bien lo que debo hacer!!!!

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Si estás inquieto, nervioso, abatido,
y tienes miedo de todo,
si no te atreves a llorar ni sabes dónde esconderte,
si te falta confiar en ti mismo
y en los demás,
si todas las opciones se han agotado,
no desistas, no llores,
ten confianza,
que tras la niebla
estoy yo,
al final de todos los caminos,
al final de todos los finales.
Y aquí, con mi amor,
que es infinito,
te abrazaré y te llenaré de luz.

lunes, 9 de noviembre de 2009

TEOLOGIA DEL CORAZON MAS QUE TEOLOGIA DE LA RAZON


“TEOLOGÍA DEL CORAZÓN”, MÁS QUE “TEOLOGÍA DE LA RAZÓN”
S.S. Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis presenté las características principales de la teología monástica y de la teología escolástica del siglo XII, que podríamos llamar, en un cierto sentido,respectivamente, “teología del corazón” y “teología de la razón”. Entre los representantes de una y otra corriente teológica tuvo lugar un amplio debate, a veces encendido, simbólicamente representado por la controversia entre san Bernardo de Claraval y Abelardo. Para comprender esta confrontación entre los dos grandes maestros, es bueno recordar que la teología es la búsqueda de una comprensión racional, en cuanto sea posible, del misterio de la Revelación cristiana, creídos por la fe: fides quaerens intellectum – la fe busca la inteligibilidad – por usar una definición tradicional, concisa y eficaz. Ahora, mientras que san Bernardo, típico representante de la teología monástica, pone el acento sobre la primera parte de la definición, es decir, en la fides - la fe, Abelardo, que es un escolástico, incide sobre la segunda parte, es decir, sobre el intellectus, sobre la comprensión por medio de la razón. Para Bernardo la fe misma está dotada de una íntima certeza fundada en el testimonio de la Escritura y en la enseñanza de los Padres de la Iglesia. La fe además se refuerza por el testimonio de los santos y por la inspiración del Espíritu Santo en el alma de cada creyente. En los casos de duda y de ambigüedad, la fe debe ser protegida e iluminada por el ejercicio del Magisterio eclesial. Así a Bernardo le cuesta ponerse de acuerdo con Abelardo, y más en general con aquellos que sometían las verdades de la fe al examen crítico de la razón; un examen que comportaba, en su opinión, un grave peligro, el intelectualismo, la relativización de la verdad, la puesta en discusión de las mismas verdades de la fe. En esta forma de proceder Bernardo veía una audacia llevada hasta la falta de escrúpulos, fruto del orgullo de la inteligencia humana, que pretende “capturar” el misterio de Dios. En una de sus cartas, dolorido, escribe así: “El ingenio humano se apodera de todo, no dejando ya nada a la fe. Se enfrenta a lo que está por encima de él, escruta lo que le es superior, irrumpe en el mundo de Dios, altera los misterios de la fe, más que iluminarlos; lo que está cerrado y sellado no lo abre, sino que lo erradica, y lo que no encuentra viable lo considera como nada, y rechaza creer en ello” (Epístola CLXXXVIII,1: PL 182, I, 353). Para Bernardo la teología tiene un único fin: el de promover la experiencia viva e íntima de Dios. La teología es por tanto una ayuda para amar cada vez más y mejor al Señor, como recita el título del tratado sobre el Deber de amar a Dios (De diligendo Deo). En este camino, hay diversos grados, que Bernardo describe detalladamente, hasta el culmen, cuando el alma del creyente se embriaga en las cumbres del amor. El alma humana puede alcanzar ya en la tierra esa unión mística con el Verbo divino, unión que el Doctor Mellifluus describe como "bodas espirituales". El Verbo divino la visita, elimina las últimas resistencias, la ilumina, la inflama y la transforma. En esta unión mística, ésta goza de una gran serenidad y dulzura, y canta a su Esposo un himno de alegría. Como recordé en la catequesis dedicada a la vida y a la doctrina de san Bernardo, la teología para él no puede sino nutrirse de la oración contemplativa, en otras palabras, de la unión afectiva del corazón y de la mente con Dios. Abelardo, que por otra parte es precisamente quien introdujo el termino “teología” en el sentido en que lo entendemos hoy, se pone en cambio en una perspectiva diversa. Nacido en Bretaña, en Francia, este famoso maestro del siglo XII estaba dotado de una inteligencia vivísima y su vocación era el estudio. Se ocupó primero de la filosofía, y después aplicó los resultados alcanzados en esta disciplina a la teología, de la que fue maestro en la ciudad más culta de la época, París, y sucesivamente en los monasterios en los que vivió. Era un orador brillante: sus lecciones eran seguidas por verdaderas y propias masas de estudiantes. De espíritu religioso pero de personalidad inquieta, su existencia fue rica en golpes de escena: rebatió a sus maestros, tuvo un hijo con una mujer culta e inteligente, Eloísa. Estuvo a menudo en polémica con sus colegas teológicos, sufrió también condenas eclesiásticas, aunque murió en plena comunión con la Iglesia, a cuya autoridad se sometió con espíritu de fe. Precisamente san Bernardo contribuyó a la condena de algunas doctrinas de Abelardo en el sínodo provincial de Sens de 1140, y solicitó también la intervención del Papa Inocencio II. El abad de Claraval rechazaba, como hemos recordado, el método demasiado intelectualista de Abelardo, que a sus ojos reducía la fe a una simple opinión desenganchada de la verdad revelada. Los temores de Bernardo no eran infundados, sino que eran compartidos, por lo demás, por otros grandes pensadores de su tiempo. Efectivamente, un uso excesivo de la filosofía hizo peligrosamente frágil la doctrina trinitaria de Abelardo, y así su idea de Dios. En el campo moral su enseñanza no estaba privada de ambigüedad: insistía en considerar la intención del sujeto como única fuente para describir la bondad o la malicia de los actos morales, descuidando así el significado objetivo y el valor moral de las acciones: un subjetivismo peligroso. Este es – como sabemos – un aspecto muy actual para nuestra época, en la que la cultura aparece a menudo marcada por una tendencia creciente al relativismo ético: sólo el yo decide qué es bueno para mí, en este momento. No hay que olvidar, con todo, los grandes méritos de Abelardo, que tuvo muchos discípulos y que contribuyó al desarrollo de la teología escolástica, destinada a expresarse de modo más maduro y fecundo en el siglo sucesivo. No deben minusvalorarse algunas de sus intuiciones, como por ejemplo cuando afirma que en las tradiciones religiosas no cristianas hay ya una preparación a la acogida de Cristo, Verbo divino. ¿Qué podemos aprender nosotros hoy, de la confrontación, de tonos a menudo encendidos, entre Bernardo y Abelardo, y, en general, entre la teología monástica y la escolástica? Ante todo creo que muestra la utilidad y la necesidad de una sana discusión teológica en la Iglesia, sobre todo cuando las cuestiones debatidas no han sido definidas por el Magisterio, el cual sigue siendo, con todo, un punto de referencia ineludible. San Bernardo, pero también el mismo Abelardo, reconocieron siempre sin dudarlo su autoridad. Además, las condenas que este último sufrió nos recuerdan que en el campo teológico debe haber un equilibrio entre los que podríamos llamar los principios arquitectónicos que nos han sido dados por la Revelación y que conservan por ello siempre una importancia prioritaria, y los interpretativos sugeridos por la filosofía, es decir, por la razón, y que tienen una función importante, pero sólo instrumental. Cuando este equilibrio entre la arquitectura y los instrumentos de interpretación disminuye, la reflexión teológica corre el riesgo de contaminarse con errores, y corresponde entonces al Magisterio el ejercicio de ese necesario servicio a la verdad que le es propio. Además, hay que subrayar que, entre las motivaciones que indujeron a Bernardo a ponerse contra Abelardo y a solicitar la intervención del Magisterio, estaba también la preocupación de salvaguardar a los creyentes sencillos y humildes, a los que hay que defender cuando corren el riesgo de ser confundidos o desviados por opiniones demasiado personales y por argumentaciones teológicas sin escrúpulos, que podrían poner en peligro su fe. Quisiera recordar, finalmente, que la confrontación teológica entre Bernardo y Abelardo concluyó con una plena reconciliación entre ambos, gracias a la mediación de un amigo común, el abad de Cluny Pedro el Venerable, del que hablé en una de las catequesis anteriores. Abelardo mostró humildad en reconocer sus errores, Bernardo usó gran benevolencia. En ambos prevaleció lo que debe estar verdaderamente en el corazón cuando nace una controversia teológica, es decir, salvaguardar la fe de la Iglesia y hacer triunfar la verdad en la caridad. Que esta sea también hoy la actitud con la que hay confrontaciones en la Iglesia, teniendo siempre como meta la búsqueda de la verdad.

¿POR QUÉ REZAR?


"Me preguntas: ¿por qué rezar?

Te contesto, para vivir. Porque, en efecto, para vivir de verdad hay que rezar. ¿Por qué? Porque vivir significa amar. Una vida sin amor no es vida. Es soledad vacía, es cárcel y es tristeza. Sólo quien ama vive de verdad. Y solamente ama quien se siente amado, alcanzado y transformado por el amor. Así como la planta no puede florecer y dar sus frutos si no recibe los rayos del sol, también el corazón humano no puede abrirse a la vida verdadera y plena si no es alcanzado por el amor. Ahora bien, el amor nace y vive del encuentro con el amor de Dios, el más grande y verdadero de todos los amores posibles; más aún: el amor que está más allá de cualquier definición que podamos dar y de todas nuestras posibilidades. Al rezar nos dejamos amar por Dios y nacemos al amor. Por lo tanto, quien ama vive en el tiempo y para la eternidad.
¿Y quién no reza? Quien no reza corre el riesgo de morir interiormente, porque tarde o temprano le faltará el aire para respirar, el calor para vivir, la luz para ver, el alimento para crecer y la alegría que da sentido a la existencia.
Me dices: ¡pero yo no sé rezar! Me preguntas: ¿cómo se reza? Te contesto: empieza por darle algo de tu tiempo a Dios. Al comienzo, no importará que ese tiempo sea mucho, sino que tú se lo des con fidelidad. Fija tú mismo un tiempo para darle cada día al Señor, y dalo con fidelidad, cotidianamente, cuando lo sientas y cuando no. Busca un lugar tranquilo, donde si es posible haya algún signo que remita a la presencia de Dios. Medita en silencio, invoca al Espíritu Santo para que sea él quien diga en ti: "Abbá, Padre". Llévale a Dios tu corazón, aunque esté confuso. No tengas miedo de decirle todo: tus dificultades y tu dolor, tu pecado y tu incredulidad, y también tu rebelión y tu oposición, si así lo sientes.
Abandonándolo todo en las manos de Dios. Recuerda que es Padre-Madre en el amor, que todo lo recibe, todo lo perdona, todo lo ilumina, todo lo salva. Escucha su silencio. No quieras recibir en seguida respuestas. Persevera. Como el profeta Elías, camina en el desierto hacia el monte de Dios. Y cuando te hayas acercado a él, no lo busques en el viento, en el temblor o en el fuego, en signos de fuerza o de grandeza, sino en la voz sutil del silencio. No pretendas poseerlo, deja en cambio que pase por tu vida y por tu corazón, que toque tu alma y se deje contemplar por ti aunque sólo sea de espaldas.Escucha la voz de su silencio. Escucha su Palabra de vida. Abre la Biblia y medita con amor. Deja que la palabra de Jesús hable al corazón de tu corazón. Lee los salmos, donde encontrarás expresado todo lo que querrías decirle. Escucha a los apóstoles y a los profetas. Enamórate de la historia de los patriarcas, del pueblo elegido y de la iglesia naciente. Cuando hayas escuchado la Palabra de Dios, sigue caminando por los senderos del silencio, dejando que el Espíritu te una a Cristo, Palabra eterna del Padre. Al comienzo, te podrá parecer que el tiempo es demasiado. Persevera con humildad, dándole a Dios todo el tiempo que logres darle, pero nunca menos de lo que estableciste poder darle cada día. Verás que, de cita en cita, tu fidelidad se verá premiada. Y advertirás que poco a poco crecerá en ti el gusto por la oración: lo que al inicio te parecía inalcanzable, se tornará cada vez más fácil y hermoso. Comprenderás que lo que cuenta no es obtener respuestas, sino ponerse a disposición de Dios. Y verás que todo lo que presentes en la oración poco a poco se irá transfigurando".

Bruno Forte

viernes, 6 de noviembre de 2009

FE Y RAZON, UNIDAS,


Habla el Papa:
A partir de los monasterios y las scholae, se puede hablar de dos diferentes modelos de teología: la teología monástica y la teología escolástica. Los representantes de la teología monástica eran monjes dedicados esencialmente a suscitar y alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados de la investigación. En los monasterios, el método teológico estaba ligado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, practicando una lectura espiritual, conducida en docilidad al Espíritu Santo. La teología escolástica de las scholae utilizaba un método, llamado precisamente escolástico, que concede confianza a la razón humana. La fe está abierta al esfuerzo de la comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, sino que la empuja hacia horizontes más amplios y elevados. Fe y razón están animadas por la búsqueda de la íntima unión con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento, adquirido por la razón, se engrandece. En una palabra, el conocimiento crece sólo si se ama la verdad.

Benedicto XVI -
28-X-2009

jueves, 5 de noviembre de 2009

HILDEGARDA DE BINGEN


Pocas personalidades medievales resultan tan atractivas como Hildegarda de Bingen, monja benedictina del siglo XII, mística y visionaria, que cultivó las ciencias y mantuvo correspondencia con los poderosos de su tiempo. Herder publica Hildegarda de Bingen. Una vida entre la genialidad y la fe, de Christian Feldmann, en clave divulgativa, acentuando, quizá a veces demasiado, aspectos que resalten su figura ante el lector de hoy. En todo caso, el trabajo presenta de forma atractiva, para todos los públicos, a la que Juan Pablo II llamó «irreductible defensora de la verdad y la paz», y rompe muchos tópicos sobre la Edad Media. Herder completa esta publicación con la edición comentada del Libro de las Obras Divinas, culmen del pensamiento teológico de Hidegarda, que se adelanta en muchos aspectos a san Francisco de Asís, nacido tres años después de su muerte.

martes, 3 de noviembre de 2009

MARCOS 12, 38-44


En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía:

¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Ésos recibirán una sentencia más rigurosa.

Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos monedas de muy poco valor. Llamando a sus discípulos, les dijo:

¾ Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

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El ego o “yo superficial” es, por definición, egocéntrico y narcisista. El motivo es el siguiente: cuando el “yo particular” (o, simplemente, el yo) se desconecta de nuestra verdadera identidad (el “Yo universal”), se descubre carente de consistencia propia e incapaz de autofundamentarse por sí mismo; a partir de ahí, únicamente puede “sentirse vivo” en la medida en que se identifica con algo, apropiándoselo. Objetos o aplausos, riquezas o títulos, posesiones o creencias… Para el yo, todo se convierte en materia a la que aferrarse porque, gracias a ella, puede percibirse y exhibirse a sí mismo como un “yo” rico, famoso, noble, poderoso, superior, maestro, religioso, poseedor de la verdad y de la razón… Son este tipo de “adjetivos” los que le otorgan una –aunque efímera y falsa, satisfactoria- sensación de existir. No es extraño que el yo no busque otra cosa en la vida que ese tipo de identificación y apropiación.

Debido a su propia carencia esencial, el yo teme particularmente la inseguridad. Una inseguridad que, por otra parte, como era de esperar, le acecha por todos los lados y le amenaza definitivamente con la muerte. Al yo no le queda otro camino que tratar de exorcizarla, aferrándose a aquello que más sensación de seguridad pueda aportarle.

En esa búsqueda ansiosa de seguridad, el yo encuentra en la religión lo que cree ser el antídoto definitivo. Las creencias religiosas le aportan los dos ingredientes más ansiados: por un lado, le garantizan la pervivencia eterna; por el otro, le otorgan la sensación de poseer la verdad.

En un caso y en otro, lo que las creencias consiguen no es sino alimentar, fortalecer y consolidar al propio yo. Justamente lo contrario de lo que pretendía la intuición espiritual que se halla en el origen de toda religión: “negar el propio yo” –en lenguaje cristiano- para acceder a una nueva identidad que trasciende los límites egoicos y se percibe como no-separada de todo lo real.

La religión tiende a poner el acento en “lo que se debe creer” y “lo que se debe hacer”, pero de ese modo no consigue sino fortalecer el yo, que asume un papel cada vez más protagónico. De lo que se trataría, más bien, es de saber quiénes somos, de acceder a nuestra verdadera identidad que trasciende la egoica, con la que nuestra mente nos había identificado. Porque, más allá de la aparente y separada “identidad individual”, somos el Espíritu que vive en una forma concreta y, por tanto, células de un mismo organismo. No somos “partes” que, sumadas, darían por resultado un “todo”, sino el Todo que se expresa en infinitas y variadísimas “partes” o “formas”.

Es lo que expresaba, extasiada, la mística santa Catalina de Génova: “Mi Yo es Dios y no reconozco otro Yo que a Dios mismo”. Ésa es la experiencia mística. Por el contrario, para el yo, Dios nunca es realmente Dios, sino una mera proyección de su mente y su deseo, con la que se identifica y a la que se apropia, en un intento de asegurar su propia supervivencia. El yo crea un dios a su medida, un “doble” al que referirse y en el que asegurarse.

Toda esta introducción puede ayudarnos a entender la postura de Jesús frente a la religión y la autoridad religiosa. Jesús es consciente de que el yo tiende a utilizar incluso lo más sagrado para inflarse a sí mismo. Cuando eso ocurre, la religión alcanza su peor perversión: la persona se engaña (incluso de un modo inconsciente), los otros son dominados y Dios se convierte en un ídolo perverso. Demasiadas consecuencias y demasiado trágicas como para que Jesús no arremetiera contra esas formas religiosas.

En el texto de hoy, Jesús denuncia a los letrados (o escribas), los especialistas e intérpretes oficiales de la Escritura, los teólogos oficiales del judaísmo. Amigos del prestigio, buscaban ser siempre los primeros y utilizaban la religión para sacar dinero a los pobres.

Vestir ropaje extraño y exclusivo, buscar los primeros puestos, “utilizar” lo religioso incluso para obtener beneficio económico… Ninguna autoridad religiosa se halla libre de estos riesgos. Porque pertenece a la esencia misma de lo religioso establecer separaciones: entre quienes creen y los que no creen; entre quienes “saben” y los que no “saben”; entre la autoridad religiosa y los “fieles”; entre los “pastores” y el “rebaño”… Separaciones que nacen, en último término, de la naturaleza separativa del yo que sólo puede afirmarse en la medida en que separa, dado que sólo puede ser “yo” si se coloca “frente” a todos los demás.

A los seguidores de Jesús nos duele particularmente constatar cómo se ha desactivado el mensaje de Jesús, en la propia Iglesia que dice continuarlo. Al convertir a Jesús en “objeto de culto”, se olvidó su historia concreta y su posicionamiento ante lo religioso, y el cristianismo terminó convertido en una religión más, con los mismos defectos de aquélla a la que Jesús se enfrentó, y que terminaría asesinándolo.

Al desactivar el mensaje, se lo ha domesticado. Y nuestras categorías “religiosas” –categorías propias del yo- sustituyen las posturas claras de Jesús. ¿Cómo explicarse, por ejemplo, que grandes dictadores se hayan considerado grandes cristianos? ¿Cómo explicarse y aun justificar determinados comportamientos eclesiásticos, a lo largo de la historia?...

Jesús fue acusado de “blasfemo” y “endemoniado” por parte de la institución religiosa. Y eso le acarreó la muerte. Pero no se debió a una especial “maldad” de aquella autoridad, sino a la trampa mortal que constituye la identificación con el yo y, en concreto, con el yo religioso.

Por el momento histórico en el que nace, la religión no puede sino reunir en sí una doble característica: es egoica y mítica. Como consecuencia, pivota necesariamente en torno al “yo”, considerado como la identidad definitiva y vive a su servicio, con lo que termina exacerbándolo. Al final, quien termina prevaleciendo es el “yo religioso” que, no por ser religioso, deja de comportarse egoicamente, apropiándose incluso de lo absoluto y poniéndolo a su servicio.

A eso hay que añadir una segunda consecuencia: la religión se ciñe a una creencia, a la que otorga un valor absoluto, como si esa creencia –incluso en su misma formulación literal- describiera la verdad a la que remite. Hoy somos más conscientes de que toda creencia no es sino una “formulación mental” que, en el mejor de los casos, apunta hacia la Verdad que siempre nos superará.

Sumado todo ello, el resultado más dañino, visto desde hoy, parece ser el siguiente: la religión fortalece el yo, que se aferra a la creencia, en lugar de promover un crecimiento en conciencia de quienes somos.

Lo que Jesús –como tantos maestros y maestras espirituales- buscaba no era hacernos más “religiosos”, sino que accediéramos a descubrir nuestra identidad más profunda, la única desde la que sería posible vivir y construir el Reino de Dios.

La religión que se aferra a las creencias no puede aportar respuestas a nuestros contemporáneos, que no buscan en qué creer, sino saber quiénes son. Por eso, como escribía con ironía Heinz Zahrnt, “los hombres de nuestro tiempo nos preguntan a los teólogos qué hora es y nosotros les explicamos cómo está hecho el reloj, nos piden pan para vivir y nosotros les recitamos el menú”.

El ser humano busca saber quién es. Pero la respuesta no puede venir de ninguna creencia –que nunca podrá trascender el límite de lo mental-, sino de la experiencia de lo que ocurre justamente cuando la mente se silencia. Y lo que ocurre entonces es que emerge, en su belleza y su sentido, la naturaleza no-dual de lo real. Y es esta comprensión, no el voluntarismo, la que nos permitirá trascender nuestra identificación con el yo individual y, sin negarlo, acceder a una percepción ajustada de lo que somos y a un comportamiento coherente con esa nueva conciencia adquirida. Habremos llegado así al territorio de la espiritualidad. Y constataremos que –como proclamaba Rumi, el gran místico sufí- "el hombre de Dios está más allá de la religión”. Porque tampoco Dios es “religioso” –como el “yo religioso” había imaginado-, sino el Misterio unificador presente en todo, que constituye el núcleo de todo y a todo abraza.

Enrique Martinez