martes, 3 de noviembre de 2009

MARCOS 12, 38-44


En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía:

¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Ésos recibirán una sentencia más rigurosa.

Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos monedas de muy poco valor. Llamando a sus discípulos, les dijo:

¾ Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.

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El ego o “yo superficial” es, por definición, egocéntrico y narcisista. El motivo es el siguiente: cuando el “yo particular” (o, simplemente, el yo) se desconecta de nuestra verdadera identidad (el “Yo universal”), se descubre carente de consistencia propia e incapaz de autofundamentarse por sí mismo; a partir de ahí, únicamente puede “sentirse vivo” en la medida en que se identifica con algo, apropiándoselo. Objetos o aplausos, riquezas o títulos, posesiones o creencias… Para el yo, todo se convierte en materia a la que aferrarse porque, gracias a ella, puede percibirse y exhibirse a sí mismo como un “yo” rico, famoso, noble, poderoso, superior, maestro, religioso, poseedor de la verdad y de la razón… Son este tipo de “adjetivos” los que le otorgan una –aunque efímera y falsa, satisfactoria- sensación de existir. No es extraño que el yo no busque otra cosa en la vida que ese tipo de identificación y apropiación.

Debido a su propia carencia esencial, el yo teme particularmente la inseguridad. Una inseguridad que, por otra parte, como era de esperar, le acecha por todos los lados y le amenaza definitivamente con la muerte. Al yo no le queda otro camino que tratar de exorcizarla, aferrándose a aquello que más sensación de seguridad pueda aportarle.

En esa búsqueda ansiosa de seguridad, el yo encuentra en la religión lo que cree ser el antídoto definitivo. Las creencias religiosas le aportan los dos ingredientes más ansiados: por un lado, le garantizan la pervivencia eterna; por el otro, le otorgan la sensación de poseer la verdad.

En un caso y en otro, lo que las creencias consiguen no es sino alimentar, fortalecer y consolidar al propio yo. Justamente lo contrario de lo que pretendía la intuición espiritual que se halla en el origen de toda religión: “negar el propio yo” –en lenguaje cristiano- para acceder a una nueva identidad que trasciende los límites egoicos y se percibe como no-separada de todo lo real.

La religión tiende a poner el acento en “lo que se debe creer” y “lo que se debe hacer”, pero de ese modo no consigue sino fortalecer el yo, que asume un papel cada vez más protagónico. De lo que se trataría, más bien, es de saber quiénes somos, de acceder a nuestra verdadera identidad que trasciende la egoica, con la que nuestra mente nos había identificado. Porque, más allá de la aparente y separada “identidad individual”, somos el Espíritu que vive en una forma concreta y, por tanto, células de un mismo organismo. No somos “partes” que, sumadas, darían por resultado un “todo”, sino el Todo que se expresa en infinitas y variadísimas “partes” o “formas”.

Es lo que expresaba, extasiada, la mística santa Catalina de Génova: “Mi Yo es Dios y no reconozco otro Yo que a Dios mismo”. Ésa es la experiencia mística. Por el contrario, para el yo, Dios nunca es realmente Dios, sino una mera proyección de su mente y su deseo, con la que se identifica y a la que se apropia, en un intento de asegurar su propia supervivencia. El yo crea un dios a su medida, un “doble” al que referirse y en el que asegurarse.

Toda esta introducción puede ayudarnos a entender la postura de Jesús frente a la religión y la autoridad religiosa. Jesús es consciente de que el yo tiende a utilizar incluso lo más sagrado para inflarse a sí mismo. Cuando eso ocurre, la religión alcanza su peor perversión: la persona se engaña (incluso de un modo inconsciente), los otros son dominados y Dios se convierte en un ídolo perverso. Demasiadas consecuencias y demasiado trágicas como para que Jesús no arremetiera contra esas formas religiosas.

En el texto de hoy, Jesús denuncia a los letrados (o escribas), los especialistas e intérpretes oficiales de la Escritura, los teólogos oficiales del judaísmo. Amigos del prestigio, buscaban ser siempre los primeros y utilizaban la religión para sacar dinero a los pobres.

Vestir ropaje extraño y exclusivo, buscar los primeros puestos, “utilizar” lo religioso incluso para obtener beneficio económico… Ninguna autoridad religiosa se halla libre de estos riesgos. Porque pertenece a la esencia misma de lo religioso establecer separaciones: entre quienes creen y los que no creen; entre quienes “saben” y los que no “saben”; entre la autoridad religiosa y los “fieles”; entre los “pastores” y el “rebaño”… Separaciones que nacen, en último término, de la naturaleza separativa del yo que sólo puede afirmarse en la medida en que separa, dado que sólo puede ser “yo” si se coloca “frente” a todos los demás.

A los seguidores de Jesús nos duele particularmente constatar cómo se ha desactivado el mensaje de Jesús, en la propia Iglesia que dice continuarlo. Al convertir a Jesús en “objeto de culto”, se olvidó su historia concreta y su posicionamiento ante lo religioso, y el cristianismo terminó convertido en una religión más, con los mismos defectos de aquélla a la que Jesús se enfrentó, y que terminaría asesinándolo.

Al desactivar el mensaje, se lo ha domesticado. Y nuestras categorías “religiosas” –categorías propias del yo- sustituyen las posturas claras de Jesús. ¿Cómo explicarse, por ejemplo, que grandes dictadores se hayan considerado grandes cristianos? ¿Cómo explicarse y aun justificar determinados comportamientos eclesiásticos, a lo largo de la historia?...

Jesús fue acusado de “blasfemo” y “endemoniado” por parte de la institución religiosa. Y eso le acarreó la muerte. Pero no se debió a una especial “maldad” de aquella autoridad, sino a la trampa mortal que constituye la identificación con el yo y, en concreto, con el yo religioso.

Por el momento histórico en el que nace, la religión no puede sino reunir en sí una doble característica: es egoica y mítica. Como consecuencia, pivota necesariamente en torno al “yo”, considerado como la identidad definitiva y vive a su servicio, con lo que termina exacerbándolo. Al final, quien termina prevaleciendo es el “yo religioso” que, no por ser religioso, deja de comportarse egoicamente, apropiándose incluso de lo absoluto y poniéndolo a su servicio.

A eso hay que añadir una segunda consecuencia: la religión se ciñe a una creencia, a la que otorga un valor absoluto, como si esa creencia –incluso en su misma formulación literal- describiera la verdad a la que remite. Hoy somos más conscientes de que toda creencia no es sino una “formulación mental” que, en el mejor de los casos, apunta hacia la Verdad que siempre nos superará.

Sumado todo ello, el resultado más dañino, visto desde hoy, parece ser el siguiente: la religión fortalece el yo, que se aferra a la creencia, en lugar de promover un crecimiento en conciencia de quienes somos.

Lo que Jesús –como tantos maestros y maestras espirituales- buscaba no era hacernos más “religiosos”, sino que accediéramos a descubrir nuestra identidad más profunda, la única desde la que sería posible vivir y construir el Reino de Dios.

La religión que se aferra a las creencias no puede aportar respuestas a nuestros contemporáneos, que no buscan en qué creer, sino saber quiénes son. Por eso, como escribía con ironía Heinz Zahrnt, “los hombres de nuestro tiempo nos preguntan a los teólogos qué hora es y nosotros les explicamos cómo está hecho el reloj, nos piden pan para vivir y nosotros les recitamos el menú”.

El ser humano busca saber quién es. Pero la respuesta no puede venir de ninguna creencia –que nunca podrá trascender el límite de lo mental-, sino de la experiencia de lo que ocurre justamente cuando la mente se silencia. Y lo que ocurre entonces es que emerge, en su belleza y su sentido, la naturaleza no-dual de lo real. Y es esta comprensión, no el voluntarismo, la que nos permitirá trascender nuestra identificación con el yo individual y, sin negarlo, acceder a una percepción ajustada de lo que somos y a un comportamiento coherente con esa nueva conciencia adquirida. Habremos llegado así al territorio de la espiritualidad. Y constataremos que –como proclamaba Rumi, el gran místico sufí- "el hombre de Dios está más allá de la religión”. Porque tampoco Dios es “religioso” –como el “yo religioso” había imaginado-, sino el Misterio unificador presente en todo, que constituye el núcleo de todo y a todo abraza.

Enrique Martinez

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