jueves, 22 de julio de 2010

LA MAGDALENA. LA PECADORA SANTA


MADDALENA. LA PECADORA SANTA

Novelas, películas y leyendas han cubierto su figura con una pátina de irrealidad. Sin embargo, el ejemplo de María Magdalena ha sido propuesto por la Iglesia para todos los fieles. ¿Qué sabemos de esta santa, con fama de pecadora?


María Magdalena, de El Greco

Donde hoy silban los juncos y llegan ecos de los coches que van de Tiberias a Corazaín, en un barrizal a orillas del Lago de Galilea, se levantaba Magdala. Las franjas de terreno roturado por los arqueólogos desvelan, poco a poco, los cimientos de sus casas y sus calles; las mismas que recorrió Jesús, el Cristo, y María, la llamada Magdalena, por ser, precisamente, de Magdala.
La identidad de esta discípula de Jesús, cuya memoria celebra hoy la Iglesia, ha estado más que difuminada a lo largo de la Historia. Acaso porque los evangelistas aportan información a cuenta gotas sobre ella, y porque su nombre puede confundirse con el de otras mujeres que seguían al Maestro. A la falta de fuentes historiográficas hay que añadir la confusión creada por una cohorte de novelistas y pseudo historiadores que han barnizado su memoria con una pátina de sospechas inverosímiles y leyendas anticatólicas.

Tres mujeres, una Magdalena

Las dudas sobre su identidad vienen dadas por la mención en los evangelios a tres mujeres, que algunos autores han visto como una sola Magdalena. La primera, la mujer pecadora -no necesariamente prostituta-, que unge los pies a Jesús y es citada por Lucas en el capítulo 7 de su evangelio. La segunda, ahora sí, María la Magdalena, que aparece por primera vez en el capítulo 8 de Lucas como si fuese un personaje no presentado anteriormente, y de la que el evangelista cuenta que Jesús expulsó siete demonios. La Magdalena aparece en repetidas ocasiones durante el relato evangélico, también en el de Juan, hasta la Crucifixión y la Resurrección. Por último, está María de Betania, hermana de Lázaro y de Marta, que algunos han identificado con la de Magdala. Esta hipótesis ha quedado descartada por la crítica más fiable, como la expresada en el prestigioso Diccionario de Teología Bíblica de Leon Dufour, entre otras muchas razones porque Magdala está en Galilea y Betania en Judea, en el estómago del desierto. Mel Gibson, en La Pasión de Cristo, fue más allá e identificó a la Magdalena con la adúltera que iba a ser lapidada, contribuyendo a la idea de que era una promiscua. Así, si bien no tienen por qué ser la misma persona, cabría la posibilidad de identificar a la pecadora pública con la Magdalena que, después, sigue a Jesús con otras mujeres. Acaso por eso, la tradición y la piedad popular han visto en ella una pecadora arrepentida, que deja atrás una vida licenciosa para abandonarse a Dios.

Una santa pecadora

Aunque ambos personajes no tienen por qué ser el mismo, sí tienen un elemento común, que fue subrayado por Benedicto XVI, en 2006: «La historia de María de Magdala recuerda a todos una verdad fundamental: discípulo de Cristo es quien, en la experiencia de la debilidad humana, ha tenido la humildad de pedirle ayuda, ha sido curado por Él, y le ha seguido de cerca, convirtiéndose en testigo de la potencia de su amor misericordioso, que es más fuerte que el pecado y la muerte». En efecto, como han señalado numerosos autores, cuando Lucas dice que Jesús expulsa de ella siete demonios, viene a decir que la estaba purificando por completo (el 7 para los hebreos era el número perfecto, el de la totalidad), esto es, que estaba arrancándola de las cadenas de un gran pecado y llamándola a la santidad. Y dado que Jesús había venido a buscar a los pecadores, para que se conviertan, es lógico que esta María se sintiese removida por sus palabras y se decidiese a seguirle.

Apóstola de los apóstoles

Los evangelios nos la muestran como una mujer soltera, pues no se la asocia a ningún varón (como María, la de Cleofás, o Juana, mujer de Cusa), sino que se la identifica por su lugar de origen. Ella estuvo con las mujeres que contemplaron la crucifixión y que permanecieron frente al sepulcro. También apuntan los evangelios que, en la madrugada del sábado, la Magdalena y otras mujeres volvieron para ungir el cuerpo de Jesús, vieron la losa movida, el sepulcro vacío y recibieron la noticia de que Cristo había resucitado. Ellas corrieron a decírselo a los apóstoles. Cuando Pedro y Juan llegaron, lo vieron como les habían relatado, y se marcharon con el resto del grupo. Y añade el texto: Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Entonces ocurrió: la Magdalena, la pecadora arrepentida, la mujer liberada del Enemigo, fue la primera en ver al Crucificado tras resucitar de entre los muertos. «Ella fue la única en verlo entonces -explica san Gregorio Magno-, porque se había quedado buscándolo. (...) Primero lo buscó, sin encontrarlo; perseveró en la búsqueda y así fue como lo encontró». Tras esto, fue la primera en anunciarlo a sus hermanos: «Una mujer había anunciado al primer hombre palabras de muerte, también una mujer fue la primera en anunciar a los apóstoles palabras de vida», dice santo Tomás de Aquino, quien la definió como Apostolorum apostola (Apóstola de los apóstoles).
Por más que se empeñen ciertas novelas, el mayor legado de esta santa pecadora es, como ha explicado Benedicto XVI, «que también nosotros, como María Magdalena, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo: ¡Hemos visto al Señor!»

José Antonio Méndez

viernes, 9 de julio de 2010

INVESTIGACIONES SOBRE LA SABANA SANTA




http://www.linteum.com/la-sindone-galeria-multimedia.php

EN ESTE ENLACE PODEIS VER UNA COMPLETA EXPOSICIÓN SOBRE LAS INVESTIGACIONES CIENTIFICAS QUE SE HAN REALIZADO SOBRE LA SABANA SANTA

JESUS SEGUN EL ESTUDIO DEL STRUP DE LA SINDONE

PINCHA EN LA IMAGEN PARA VERLA A PANTALLA COMPLETA

miércoles, 7 de julio de 2010

UN LIBRO EXCELENTE

Seréis como  dioses
24.00 €
Seréis como dioses
de Hans Graf Huyn

“El pecado de soberbia, la piedra sobre la que el hombre está edificando la modernidad”

"La figura del hombre moderno está marcada por el sueño de Prometeo". Así da comienzo esta obra en la que Hans Graf Huyn ofrece al lector una extensa mirada a la sociedad moderna en todas sus manifestaciones. A modo de admonición, el autor resalta las consecuencias negativas que para el hombre de nuestro tiempo ha tenido su pretensión de total autonomía. La crisis que padece Occidente viene así a revelarse como la propia del hombre autónomo, pretendida criatura de sí mismo.

Escrito en un estilo directo y atractivo, pero huyendo del comentario banal, Seréis como dioses detalla, gracias a los textos de aquellos hombres que han contribuido a configurar en gran medida la sociedad en la que vivimos, una brillante travesía por las veredas de la filosofía, la política, la estética y la religión.

Muy lejos de cualquier impulso pesimista o derrotista, Hans Graf Huyn escribió estas páginas con "la responsabilidad de acometer un diagnóstico del mal de nuestro tiempo, y así contribuir en lo posible a remediarlo". Seréis como dioses es, por tanto, un libro imprescindible sobre el que cimentar el futuro de Occidente.

Sobre el autor


Hans Graf Huyn

Diplomático y político, Hans Graf Huyn realizó estudios de Derecho, Ciencias Políticas, Filosofía e Historia. Como miembro del Servicio Exterior Alemán, participó en 1956 en las negociaciones del tratado de la Comunidad Económica Europea. Ha prestado servicio en las embajadas alemanas de Túnez, Dublín, Tokio y Manila.

Ocupó diversos cargos en el Servicio Federal de Hacienda y en el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores. Miembro de la Bundestag (1976-1990) como representante del CSU, colaboró en las comisiones de Asuntos Exteriores, Relaciones Intra-alemanas, Desarme y Control de Armamentos, Radiodifusión Internacional y Defensa. Desde el año 2000 pertenece al Foro Católico Alemán.

Sus numerosas publicaciones y colaboraciones periodísticas giran fundamentalmente en torno a la historia y las relaciones internacionales.

lunes, 5 de julio de 2010

EL BUEN SAMARITANO


Domingo XV Tiempo Ordinario

11 julio 2010

Evangelio de Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se presentó un letrado y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:

― Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

El le dijo:

― ¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?

El letrado contestó:

― “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.

El le dijo:

― Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.

Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús:

― ¿Y quién es mi prójimo?

Jesús dijo:

― Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.

Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:

― Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.

¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?

El letrado contestó:

― El que practicó la misericordia con él.

Jesús le dijo:

― Anda, haz tú lo mismo

******

Los letrados eran los “teólogos oficiales” del judaísmo. Este se acerca a Jesús, queriendo “ponerlo a prueba”, con una pregunta característica del yo religioso: “¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”.

Como sabemos, el yo se define por su afán protagónico y alimenta su sensación de existir como entidad autónoma, a partir de los mecanismos de la identificación y de la apropiación. En la pregunta del letrado, es él quien tiene que hacer algo para conseguir un beneficio para sí mismo. Por esa misma razón, la religión del yo no puede ser sino la del mérito y la recompensa, entendida además en clave individualista: hago “algo” para obtener “algo” para mí (aunque eso sea la salvación del alma).

Por otro lado, aquella pregunta denota también la ignorancia en la que el yo se mueve: considerar la “vida eterna” como un objeto que poder atrapar. El yo, al no poder conocer la felicidad, la proyecta siempre hacia el futuro, en la creencia (generalmente inconsciente) de que, por fin, algún día la alcanzará. Eso le hace vivirse proyectado hacia delante, víctima de la ansiedad que nace de su propio vacío.

Pues bien, acostumbrado a perseguir el futuro, no es extraño que se imagine la “vida eterna” como el futuro definitivo en el que, finalmente, él va a ser completamente feliz: ¿Cómo no hacer cualquier cosa para “heredarla”?

De entrada, Jesús se sitúa en el nivel de quien le pregunta y lo remite a algo que era totalmente familiar para un experto religioso: a la Ley.

En su contestación sobre lo que pide la Ley, el letrado combina dos textos: uno del libro del Deuteronomio (6,5) –“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser”- con otro del Levítico (19,18) –“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”-.

Parece que la idea del amor al prójimo constituía un principio ético muy claro en el judaísmo anterior a Jesús. Y gracias al influjo de los judíos helenistas, poco a poco se había ido unificando la doble dimensión del amor –a Dios y a los otros-, de acuerdo a las dos reglas básicas del helenismo: la eusebia (adoración a Dios) y la dikaiosyne (el amor al prójimo).

A Jesús le agrada la contestación, le anima a vivirlo y parece así zanjar la cuestión: “Haz eso y tendrás la vida”. Por un lado, el Maestro de Nazaret vincula estrechamente el amor y la vida; por otro, no habla ya de “vida eterna” como si fuera un “premio” a conseguir, sino de experimentar la vida. Eso es lo que ocurre precisamente cuando nos abrimos al amor, en un proceso creciente de desegocentración. Pareciera como si Jesús hubiera encontrado una puerta para ayudar a aquel hombre a salir del círculo de un yo que buscaba su “premio eterno”.

Pero el letrado no da el diálogo por terminado. Más que “aparecer como justo”, necesita “justificarse”, es decir, intentar demostrar que su pregunta no había sido tan tonta. Pero, a pesar de haber caído en otro mecanismo propio del yo –la justificación-, su nueva intervención va a dar la ocasión para que contemos con esta admirable parábola, que resume el corazón mismo de todo el evangelio.

Se trata de un relato exclusivo de Lucas, aunque se remonta a una tradición anterior. Y refleja una cuestión viva en el judaísmo del siglo I, así como en las primeras comunidades cristianas: ¿a quiénes debemos considerar como prójimos? No pocos excluían de esa categoría a los extranjeros y a los samaritanos.

La parábola tiene bien elegidos los personajes: dos profesionales del templo –el sacerdote y el levita- y un hereje, a quien cualquier judío piadoso debía evitar.

De un modo provocativo, Jesús hace de este último –excluido de los círculos “honorables”-, el protagonista bueno, frente a los dos hombres religiosos, en un contraste que habría de resultar a su auditorio tan hiriente como polémico.

De esa manera, introduce un principio radicalmente revolucionario en el mundo de la religión: hay un camino para encontrarse con Dios que no pasa por el templo. El sacerdote y el levita imaginaban hallar a Dios en el templo; sin embargo, según Jesús, quien realmente se encuentra con Dios es el que atiende al hombre necesitado. Se trata de un criterio luminosamente claro, pero tan subversivo que la misma religión tiende a olvidarlo.

Dicho en otras palabras: lo que Dios nos pide –según Jesús- no es que seamos “religiosos”, sino que seamos “humanos”, viviendo la compasión hacia los otros.

Eso es precisamente lo que caracteriza al samaritano: su corazón compasivo. Compasión es la capacidad de “meterse” en la piel del otro, para ver las cosas como él las ve, y sentirlas como él las siente. Pertenece a la misma familia semántica –aunque sea en griego- que la “simpatía” y la “empatía”. Por eso, la compasión no es en absoluto un sentimiento superficial o efímero, como sería una lástima pasajera, sino tan profundo que conmueve a la persona y la lleva a una acción eficaz –sin esa acción no hay compasión, sino apenas “lástima” superficial y pasajera-, haciendo todo lo que está a su alcance para aliviar el la necesidad del otro que sufre.

Con la parábola –que critica a un sistema religioso de corazón endurecido-, Jesús hace ver que la pregunta del letrado era engañosa. No se trata de preguntarme “¿cuál es mi prójimo?”, sino “¿de quién estoy dispuesto a hacerme prójimo?”.

Y concluye dando respuesta a la cuestión primera: “¿qué tengo que hacer?”. Jesús contesta: “Haz tú lo mismo”. No debió resultar agradable para un letrado que le pusieran como modelo de comportamiento al detestado samaritano. Pero, más allá de la anécdota y de la ironía que el relato destila, el criterio sigue en pie. Lo que “hay que hacer” es vivir la bondad compasiva con quien se halla en necesidad. No hay criterio religioso por encima de éste.

Por eso producen tristeza no pocas reacciones de las autoridades eclesiásticas que parecen actuar más de acuerdo al propio establishment religioso que al mensaje de Jesús. La postura de L’Osservatore Romano, a raíz de la muerte del escritor y premio Nobel José Saramago, es un ejemplo de lo que, en nombre de Jesús, no deberíamos hacer jamás.

Reproduzco a continuación un breve artículo del periodista Manuel Alcántara, comentando el texto aludido del diario vaticano.

“El diario oficial de la Santa Sede ha aprovechado la muerte de Saramago para reprocharle su conducta, que aparte de haber sido ejemplar desde un punto de vista personal, estuvo siempre a favor de los más desamparados. Con una escandalosa falta de piedad, que hace sospechar que quienes redactan las páginas del frecuentemente hirsuto diario no tienen a los Evangelios entre sus lecturas predilectas, acusan al gran escritor de profesar «una ideología antirreligiosa» y le piden cuentas póstumas por ser marxista. Una madre no debe despedirse así de uno de sus pobres hijos. Ni siquiera la Santa Madre Iglesia.

Saramago, que no es uno de mis escritores favoritos, ni siquiera entre los que más me han ayudado a vivir entre los que nacieron en su tierra, era un ser humano importante, o sea, alguien a quien le importaban los otros seres humanos. Estuvo siempre comprometido con la vida, a pesar de que nunca espero nada de ella, y nunca disfrazó sus ideas. Era muy callado, muy reservado, muy cortés. ¿Por qué aprovecharse para zaherirle su comportamiento a que la muerte le obligue a mantener una reserva aún mayor? Los muertos, sean quienes sean, quiero decir quienes hayan sido, merecen indulgencia. Ya lo saben todo, o siguen ignorándolo todo. Un respeto para ellos.

La falta de piedad mostrada por las páginas del diario vaticanista no sólo es sobrecogedora, sino que desmiente la teoría del perdón, que es lo único que nos permite rectificar el pasado. Repito que esa actitud es impropia de la madre misericordia, pero además aquella dignísima persona tenía derecho a sospechar la verisimilitud de algunos mitos que le fueron transmitidos. Hay que ser o creyente o pensante, dijo Schopenhauer, pero eso ha sido desmentido en ocasiones. ¿Qué culpa pueden tener algunos de no creerse las promesas post mortem? La fe es un don, según dicen sus usuarios. No hay que reñirle a los muertos. Está muy mal que lo haga una madre. Todos somos hijos de Dios”.

Finalmente, bajo la perspectiva de la parábola que venimos comentando, tiene razón el obispo Jacques Gaillot cuando afirma que “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada” –es el titulo de un libro que publicó en 1995, en la editorial Sal Terrae-. Y es que la Iglesia que se remite a Jesús únicamente puede ser fiel al Maestro si es, en la práctica, una “Iglesia samaritana”.

Pero, a su vez, sólo podrá ser esa Iglesia, cuando quienes la integramos vayamos creciendo en capacidad de amar, porque hayamos empezado a descubrir que el Amor es el núcleo de nuestra misma identidad.

Por ello, me ha parecido oportuno adjuntar esta semana, junto con el comentario, una práctica meditativa para favorecer la consciencia y el crecimiento en el Amor que somos. Como toda práctica, su “éxito” radicará en la perseverancia, en el trabajo con las resistencias que se encuentren y en el hecho de permanecer en la propia sensación de amar.


Enrique Martinez