jueves, 10 de diciembre de 2009

LUCAS 3, 10-18


Evangelio de Lucas 3, 10-18

En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: Entonces, ¿qué hacemos?

El contestó:

El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.

Vinieron también a bautizarse unos publicanos; y le preguntaron:

Maestro, ¿qué hacemos nosotros?

El les contestó:

No exijáis más de lo establecido.

Unos militares le preguntaron:¿Qué hacemos nosotros?

El les contestó:

No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con la paga.

El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:

Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en su mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.

Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.

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La figura de Juan el Bautista planteó problemas al cristianismo primitivo. Sus discípulos habrían de continuar durante bastante tiempo, e incluso el libro de Los Hechos de los Apóstoles constata su presencia (18,25; 19,3). Pretendían que Juan era superior a Jesús, ya que éste se había hecho bautizar por aquél.

Para salir al paso de esta dificultad, Lucas menciona el bautismo de Jesús, una vez que el Bautista había sido ya encarcelado (3,20-21).

En el relato de hoy, Juan aparece como un “maestro de moral” y predecesor del Mesías Jesús, que –como se encarga de subrayar el autor del evangelio, dentro de la polémica ya citada- es “el que puede más que yo”.

En las respuestas que da el Bautista a los diferentes grupos de personas que se le acercan –la gente, los publicanos, los militares-, algunos exegetas opinan que en realidad Lucas estaría pensando en los destinatarios de su propio escrito. Es decir, se trataría de normas éticas para los primeros cristianos de la comunidad lucana.

Otro detalle característico de la predicación del Bautista es la insistencia en el pecado y en la dureza del juicio divino. Aquí se refiere al Mesías como aquél que viene a “quemar la paja en una hoguera que no se apaga”. Un poco antes, había hablado del “hacha puesta a la raíz de los árboles”, recalcando que “todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego” (4,9).

No parece extraño que más tarde, viendo cuál era el mensaje y la actitud de Jesús, quedara perplejo y le enviara discípulos desde la prisión para preguntarle: “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (7,19). Al parecer, el comportamiento del maestro de Nazaret no encajaba con la idea que él se había hecho.

La notable divergencia entre ambos maestros puede sintetizarse en una sola palabra: gratuidad. El centro de la predicación de Jesús no es el pecado del que convertirse, sino la buena noticia de un Dios que es derroche de amor gratuito e incondicional.

Por eso, en Jesús se nos muestra alguien que no va buscando pecadores que convertir, sino personas necesitadas a quienes ayudar. La diferencia es crucial y tendría que hacernos replantear si, como Iglesia, en ocasiones no parecemos ser más seguidores de Juan que de Jesús. La pregunta, también para nosotros, es simple: ¿Vamos por el mundo viendo pecados o atentos a las necesidades de los seres humanos?

Es comprensible que quien pone su atención en los pecados se convierta en juez y termine amenazando y dictando sentencia condenatoria –¡qué triste espectáculo el de las recientes amenazas de pecado y excomunión por parte de algunos obispos entre nosotros…!-. Por el contrario, quien busca ayudar, se sitúa como servidor y vive la comprensión y el perdón.

Lo que ocurre es que, para el ego, pocas cosas hay que le otorguen tanta sensación de existir como el juicio sobre los otros. Quien juzga se ha colocado ya un peldaño por encima de quien es juzgado. Si tenemos en cuenta que lo que el yo busca es la autoafirmación a cualquier precio y el destacar sobre los otros, su adicción al juicio es fácil de entender.

De nada servirá la contundencia de las palabras de Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados” (6,37); “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (6,41). Es imposible estar identificado con el yo y no juzgar.

Pero todavía hay más. Arrogarse el poder de dictaminar acerca de lo que es “pecado” confiere a la persona o al grupo un inusitado y enorme poder: el poder sobre lo más íntimo de la persona, la conciencia.

No se descubre nada nuevo al afirmar que ha sido ahí donde muchas veces se ha asentado el autoritarismo religioso: pecado, culpabilidad, condenación, angustia… Demasiados factores afectando a fibras muy sensibles de la persona como para que no se cayera, frecuentemente, en la dominación de las conciencias.

Pues bien, frente a todo ello, ¿qué tenemos que hacer?

La respuesta de Jesús a la pregunta del Bautista desconcertado fue la siguiente: “Los ciegos ven, los tullidos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia; y dichoso el que no se escandaliza de mí” (7,22-23). No se menciona el pecado, ni la amenaza, ni nada que ellos “debieran” hacer… Jesús pone el acento en lo que él mismo hace al servicio de los necesitados, y termina llamando “dichoso” a quien, en esa forma de ser y de hacer, es capaz de descubrir el “modo de ser” de Dios.

Esta última parte de la respuesta es sabia. Jesús sabe que la persona “religiosa” se escandaliza fácilmente cuando le “tocan” su idea de Dios. Quien ha puesto su seguridad en conceptos no puede permitir verlos cuestionados, porque con ellos caería su propia seguridad. Por su parte, la autoridad tampoco puede permitir que se discrepe de su doctrina, porque ve amenazado su propio estatus. ¿Qué hacer? Catalogar la discrepancia como escándalo y aplicar al discrepante el sambenito de “escandalizar a la gente sencilla”.

La postura de Jesús parece otra. Por un lado, sabe que únicamente se cae “lo que estaba edificado sobre arena” (evangelio de Mateo 7,24-27): quien apoya la fe en la experiencia no teme la discrepancia. En segundo lugar, entiende que el escándalo está en otra parte: en buscar los primeros puestos y despreciar a los pequeños (evangelio de Marcos 9,35-37; 10,13-16; 10,42-45).

Por lo demás, en el sentido en que habitualmente se usa el termino “escandalizar”, habría que decir que el propio Jesús fue un gran escandalizador. Se enfrentó a la imagen de Dios que predicaba la autoridad religiosa del Templo y denunció sus “valores” más intocables: La Ley, el Templo, las tradiciones, las normas de pureza…

Rafael Aguirre escribe: “Jesús, que aparece siempre rodeado de gente y que no excluye a nadie, que acoge a pecadores y publicanos, sin embargo mantiene una polémica durísima con las autoridades religiosas… Les dice que su religiosidad es una forma de ceguera, y su oración, hipocresía (Mt 6,5) y fuente de explotación (Mc 12,40); que usan a Dios como subterfugio para no hacer el bien debido al prójimo (Mc 7,9-13); que ponen la Ley por delante de los hombres (Mc 2,23-28); que utilizan el Templo para enriquecerse y legitimar la injusticia (Mc 11,15-17); que encubren bajo capa de religiosidad sus mezquindades y pecados (Mt 23,37); que se vanaglorian de su integridad religiosa para despreciar a los demás (Lc 18,9-14); que se preocupan de los diezmos más insignificantes y se olvidan de la fe, de la misericordia y de la justicia (Lc 1,42). En otras palabras, Jesús les dice que el suyo no es el Dios de la vida, sino un ídolo de muerte[1].

Este comportamiento escandalizó a quienes no estaban dispuestos a modificar su imagen de Dios ni a renunciar a sus intereses, desencadenando un conflicto mortal que acabaría en la cruz.

Pero lo que no cambió fue la fidelidad de Jesús: a Dios, enfrentándose a una religión que lo había domesticado y deformado, y al ser humano como valor primero.

Vivir así favorece que podamos “ver” cada vez más el Rostro de Dios en todo lo que es: eso es también vivir en “Adviento”.


Enrique Martinez


[1] R. AGUIRRE – C. BERNABÉ – C. GIL, Qué se sabe de Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 2009, p.154.

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