viernes, 4 de septiembre de 2009

EL SECRETO DE DON JOAQUIN RUIZ GIMENEZ


El secreto de don Joaquín Ruiz-Giménez:


Defender a Cristo en los indefensos

El 27 de agosto se nos fue un hombre de bondad políticamente incorrecta. «Siempre que defiendo a alguien es a Cristo, indefenso, a quien defiendo», dejó escrito quien, entre otros servicios prestados a España, fue el primer Defensor del Pueblo
Sus padres le dieron la hondura y la radicalidad de la experiencia de la fe, sobre todo su madre. Y la inquietud por encarnarla en los problemas sociales, sobre todo el padre, director del diario La Regencia, Vicepresidente del Congreso, ministro de la Gobernación y alcalde de Madrid.Joaquín Ruiz-Giménez participa en grupos cristianos juveniles en el ámbito parroquial (en la Concepción, de la madrileña calle de Goya) y en la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y la Acción Nacional del todavía seglar don Ángel Herrera Oria. Ya en el recién creado CEU, obtuvo la licenciatura en Derecho, matriculándose entonces en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, con profesores como García Morente, Ortega y Gasset y Xabier Zubiri.Llegó el verano del 36. Lo detuvieron, junto a su hermano: a uno, por ser Secretario General de la Federación de Estudiantes Católicos; al otro, por haber sido falangista. Tres veces fueron rescatados de las checas. Con escala en la Embajada de Panamá, llegaron al bando nacional. Terminada la guerra, participa en Nueva York en un congreso de Pax Romana, y en su primer contacto con esta organización internacional de jóvenes católicos, es elegido Presidente. Lo recibe Pio XII, al tiempo que inicia una profunda y duradera amistad con el cardenal Montini, futuro Pablo VI. En 1942 obtiene la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, y se casa con Mercedes Aguilar Otermín, formando un matrimonio ejemplar y fructífero, a juzgar por sus once hijos. Cuando en el 45 su buen amigo y compañero de militancia católica Alberto Martín Artajo es elegido ministro de Asuntos Exteriores, ¿quién mejor que el jovencísimo catedrático para dirigir el Instituto de Cultura Hispánica?. Y en el 48, con sólo 35 años, es nombrado embajador ante la Santa Sede. Los italianos se rindieron ante el apuesto y simpático embajador, que participaría activamente en la elaboración del Concordato entre España y el Vaticano. Por requerimiento de Franco, en el 51 vuelve de Roma para ser ministro de Educación. Devolvió los nombres de los grandes pensadores patrios censurados en los libros de texto. Aunque Franco le dispensaba una extraña confianza y simpatía, lo destituye tras la famosa noche de los cuchillos largos (9-2-56), cuando un joven recibió un disparo en una revuelta estudiantil, y el ministro se llevó a su casa al amenazado Rector Laín Entralgo. Tras estrenar la cátedra de Salamanca, Franco le pidió ser consejero del Movimiento, primero, y de las Cortes, después; ocasión que aprovecha Ruiz-Giménez para opositar a la cátedra en Madrid: número uno, para no variar. Tuvo dificultades con sus señorías, y vino la dimisión, así argumentada al Generalísimo: «Cuando un hombre pacífico pierde los estribos, es que esto ya no funciona».Maestro del cambioLos nuevos aires eclesiales de Roma supusieron en su historia personal un auténtico kairós. Por un lado, por su participación, como laico experto, en las sesiones conciliares.

Por otro lado, la encíclica Pacem in Terris fue decisiva para él. La leyó, la analizó y le prometió a Juan XXIII que haría todo lo que estuviese de su parte para darla a conocer. Y lo cumplió: predicó a viento y marea el mensaje de paz, participación y diálogo de tan importante encíclica. En este tiempo, en el que la palabra diálogo tenía ese algo de nuevo que le habían dado Juan XXIII y Pablo VI, don Joaquín se embarca en la publicación de Cuadernos para el Diálogo. En noviembre de 1975, presentó con lucidez exquisita en Cuadernos los «deberes del tránsito»: no esclerotizar el caduco régimen y dar el paso sin que se desencadenase la violencia. El llamado milagro español de la transición pacífica se debió en gran medida a la escuela de los Cuadernos de don Joaquín, en la que, desde hacía doce años, se habían educado tantísimos demócratas para esa hora crucial. Pero en las primeras elecciones, el voto útil a Suárez hizo de don Joaquín el náufrago por excelencia. Él sabía perder: «No me ha venido mal el naufragio, me ha permitido volver a actuar en algo que es para mí muy importante: la superación de las fronteras partidistas. Me parece importante contribuir a estimular lo que une, más que lo que separa». Y no tardó en asumir esta misión en una labor establecida en la nueva Constitución: la de Defensor del Pueblo. Cuando complejos entramados políticos convinieron su no renovación, don Joaquín dejó bien claro que, desde la Pacem in Terris, no había tratado de hacer otra cosa que «defender al pueblo». En una ocasión, nos dejo escrito su secreto: «Siempre que defiendo a alguien es a Cristo, indefenso, a quien defiendo». Y así siguió en sus años de vejez, tratando de vivir lo que un día escribió: «Bienaventurados los impacientes de justicia, los rebeldes a la rutina y a la retórica, los que luchan y se inmolan por acabar con las desigualdades, las opresiones y las arbitrariedades de los egoístas, los indolentes y los poderosos, porque de ellos es la paz en la tierra, en la tierra y en el cielo».


Que en ese cielo, y en el abrazo del Eterno Padre, descanse en paz don Joaquín.

Manuel María Bru

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