lunes, 3 de agosto de 2009

CUIDADO CON SEGUN QUE RELIGIONES


La noticia, hace unos días, saltó a los periódicos. Una señora de Madrid sufrió un accidente de tránsito y quedó malherida. Trasladada a un hospital, fue operada y, aunque parecía que no había problemas mayores para salvar su vida, falleció. La razón, según los médicos que la atendieron, fue que tenían órdenes de ella para que, en ningún caso, se le hiciera una transfusión de sangre y, en la situación concreta de gravedad en que se encontraba, era imprescindible. Pertenecía a los testigo de Jehová y la doctrina de este grupo religioso lo prohíbe.
El caso no es anecdótico. Se produce una y otra vez en la historia de los testigos de Jehová que, basados en una interpretación muy particular de las Escrituras, se niegan a tomar sangre o a recibir transfusiones. Esto es especialmente grave cuando se trata de niños o de personas que no pueden decidir por si mismas. El dogma religioso pasa por encima de las personas y de sus derechos. Es más importante salvar la doctrina que salvar una vida.
Cuando esto acontece, nos encontramos ante la peor religión posible, aquella que se sitúa por encima del bien y del mal y cuyo objetivo principal ya no es tratar de salvar al hombre en su integridad y de protegerlo frente a cualquier intento de deshumanización, sino de poner los preceptos religiosos por encima de los derechos humanos. Priorizar la religión frente a la vida. Y esto es totalmente inaceptable. No se trata de que la vida sea un bien absoluto y que su protección pase por encima de todo. Jesús nos enseñó que la vida puede ser dada, como la suya, por los demás. Pero en ningún caso, puras normas religiosas rituales, como ésta de no comer sangre, pueden tener preferencia ante la urgencia de salvar una vida.
No me explico muy bien por qué la Biblia prohíbe comer sangre. Parece que viene de una creencia ancestral que afirmaba que la vida, tanto en los hombres como en los animales, estaba en la sangre. No pretendo negar ni afirmar esta idea, pero la Biblia misma me lleva a darle una importancia secundaria, tan secundaria que me permite prescindir totalmente de esta prohibición. ¿Con qué autoridad? Con la de Jesús. En más de una ocasión, durante su vida en la tierra, tuvo que enfrentarse a tradiciones que, pretendiendo ser fieles a la literalidad de las Escrituras, la desvirtuaban.
Esto pasaba en la institución del Corbán. o sea, la costumbre judía de dedicar a Dios todas las obligaciones que una persona tenía para con sus padres. “Vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la madre: es Corbán (que quiere decir mi ofrenda a Dios) todo aquello en que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición. Y muchas cosas hacéis semejantes a estas.”(Mc 7,10-13) Entre ellas, las que se refieren a la obligación de guardar el sábado o a cuestiones de comida.
En lo que se refiere a la obligación de guardar el sábado, Jesús quiso dejar bien claro que una norma como ésta, incluso plasmada en uno de los 10 mandamientos (Ëxodo 20), no podía ser nunca una excusa para no hacer el bien. Dice el evangelio que los escribas y los fariseos le acechaban (Lc 6,7) por ver si sanaría a alguien en el día de reposo. Jesús lo hizo, contra todas las normas religiosas. Sanar y hacer el bien estaba por encima de las leyes restrictivas de la religión, por encima de la observancia del día de reposo. “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado” (Mc 2,27).
La misma actitud tomó Jesús ante cuestiones de comida. Eran numerosas las normas judías sobre lo que se podía o no se podía comer. Jesús las abolió todas. Dice el evangelio que “llamando a si a la multitud, les dijo: Oíd y entended: No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boda, esto contamina al hombre.” (Mt 15,11). Y el evangelio de Marcos, especifica: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar”. No hace ninguna excepción, ni la de la sangre. Tomen nota los testigos de Jehová.
Estoy convencido de que en las religiones existentes hay muchas normas absurdas, contradictorias e inútiles, pero son tolerables mientras no lesionen los derechos elementales de la persona humana y se ejerciten con cordura. Entre estas normas está la de no comer sangre, o la de abstenerse de comer langostinos, o ayunar en días señalados, o la de prohibir el matrimonio a los sacerdotes, o la intolerable y perversa norma de la ablación entre algunos pueblos de religión musulmana etc. Podríamos hacer una lista interminable (Mc 7,13). Pero, a los que observan tales normas, Pablo les preguntaría: “¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de los hombres) cosas todas que se destruyen con el uso?” (Col 2,20-21).
Por esto, cualquier norma religiosa que conculque los derechos de una vida humana debe ser rechazada y combatida. No se puede consentir. Jesús rompió los tabúes y desacralizó todas las cosas: el templo, la religión, los mandamientos y las doctrinas, etc. Lo único sagrado para Cristo era la persona humana. Era el objeto primero de su amor. “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lc 19,10) y esto abarca el hombre en toda su integridad. No vino a salvar “almas” en el sentido desencarnado en que usamos esta palabra. Le interesó el hombre en su situación concreta, incluso en el umbral de la muerte. Se dedicó a sanarlo, incluso contra todas las normas religiosas de su tiempo. Jamás dejó de hacer el bien porque había normas religiosas que se lo impedían. Sus discípulos, no siempre lo han hecho y de ahí vienen los numerosos males que padecemos y que, a menudo, han desacreditado a las religiones.
Los ateos tienen razón cuando afirman que las religiones, en lugar de ser camino de vida, gozo y esperanza, a menudo se han convertido en instrumentos de opresión de las conciencias, en fuentes de discordias y de luchas internas. En lugar de liberar al hombre de la sujeción a las fuerzas desordenadas del mal, le han sumido en un mundo de normas y mandamientos muy a menudo insoportables. Y en esto los ateos coinciden con Cristo, que criticó duramente a los fariseos y a los escribas “porque cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero vosotros ni con un dedo las tocáis” (Lc 11,46). No hay nada intrínsicamente malo en las religiones –todo lo contario-, siempre que conozcan sus límites, pero hay en ellas una peligrosa tendencia a interponerse entre el hombre y Dios y pretender que son ellas los únicos intérpretes validos de la voluntad de Dios. Esto ha llegado a su máxima expresión, entre nosotros, en la institución del papado en la que el Papa llega a ser denominado “vicario de Cristo en la Tierra” y su palabra puede llegar a ser tenida por infalible.
La libertad con la que Cristo nos ha hecho libres, nos libera del yugo religioso. Nos abre nuevas perspectivas para no someternos ciegamente a las normas religiosas que se nos quiere imponer y vivir gozosamente en la comunión con Dios. Es bueno y conveniente vivir la fe en el seno de una religión o de una denominación cristiana, ya que necesitamos una comunidad en la que nuestra fe se exprese y tenga el camino llano para desarrollarse y convertirse en acción. Pero, cuidado con las normas y los mandamientos humanos que pretenden sojuzgarnos, por muy arropados que lleguen con citas bíblicas y erudición científica. En nuestra perspectiva cristiana, como seguidores de Jesús, todo lo tenemos resumido en los dos únicos mandamientos que El nos dio: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente… amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39)
Enric Capó

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