lunes, 5 de septiembre de 2011

MATEO 18, 21-35




Domingo XXIV Tiempo Ordinario

11 septiembre 2011

Evangelio de Mateo 18, 21-35

En aquel tiempo, acercándose Pedro a Jesús le preguntó:

Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?

Jesús le contesta:

No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Y les propuso esta parábola:

— Se parece el Reino de los Cielos a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.

El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo:

— Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo.

El señor tuvo compasión de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo:

— Págame lo que me debes.

El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo:

— Ten paciencia conmigo y te lo pagaré.

Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo:

— ¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?

Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.

Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

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EL PERDÓN QUE NACE DE LA COMPRENSIÓN

En el libro del Génesis (4,24), se dice que si “Caín fue vengado siete veces, Lamec lo será setenta veces siete”, introduciendo así una espiral de venganza sin límite. “Sin límite”: ésa podría ser la traducción del bíblico “setenta veces siete”. Pues bien, frente a la “espiral de la venganza”, Jesús promueve la “espiral del perdón”.

El perdón radical nace de la comprensión y se vive como compasión, dos rasgos básicos de la personalidad de Jesús y dos pilares fundamentales del mensaje del evangelio.

Podemos entender la comprensión como la capacidad de saber o de ver la verdadera naturaleza de lo real, más allá de tópicos, ideas hechas, creencias… y (también) engaños mentales.

Los místicos nos advierten de que la identificación con la mente constituye un velo que desfigura la realidad, haciéndonos tomar como real lo que únicamente es una ilusión. Por eso, sólo cuando aprendemos a tomar distancia de la mente, al acallarla, podemos “ver”.

¿Cuál es la causa de que la mente nos confunda? La inevitable separatividad que establece en todo lo real, al objetivar todo lo existente y contraponerlo al “sujeto” que ella cree ser. Esa distinción primera sujeto/objeto será el germen de separaciones interminables, así como de un dualismo omnipresente.

Cuando la mente se absolutiza –como ha ocurrido, particularmente, en la tradición occidental-, el conocimiento se reduce a la razón o al pensamiento, y se olvida (se niega) cualquier otra forma de conocer que no sea la mental.

Sin embargo, pensar no es lo mismo que conocer. Una cosa es pensar y otra muy distinta saber que se está pensando. En este segundo caso, ya no hay identificación con la mente. Se trata de un “saber silencioso”, preconceptual, anterior a la razón.

Un saber al que los propios místicos han denominado “No-saber”, dada la identificación que la cultura occidental había establecido entre “pensar” y “saber”. Frente a la absolutización de la razón, los místicos han invitado siempre a descansar en el “no-saber”: así lo proponía el anónimo autor de La Nube del no saber, en el siglo XIV; y así lo proclamaba san Juan de la Cruz, en su sabio verso: “entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”. Este no-saber del que hablan no es otra cosa que tener la mente abierta para percibir lo que no puede ser percibido por el pensamiento.

En ese no-saber, cuando el pensamiento se aquieta, lo que queda es conciencia. Y al atenderla, lo que se produce es que la conciencia se hace consciente de sí misma. Y, cuando eso acontece, se deshace la ilusión de la separación entre el perceptor y lo percibido. Conocedor y conocido se descubren fundidos en la Unidad, o mejor, abrazados en la No-dualidad: ha emergido la comprensión.

En síntesis, la comprensión nos hace ver toda la realidad inextricablemente interconectada, en una totalidad en la que todo se halla en todo. Interconexión y holismo son dos características fundamentales de lo real, que la mente nos oculta (y que, sin embargo, hoy reconoce ya incluso la física cuántica, a partir de sus experimentos con partículas subatómicas): no hay nada que pueda existir desconectado. No existe un mundo “ahí fuera”, separado de nosotros; eso es sólo una construcción mental. Y, como escribe Marià Corbí, “el mundo de nuestras construcciones no está ahí fuera, está en nuestra mente individual y colectiva… Todo viviente se interpreta en esta dualidad fundamental [como un “yo” separado frente al mundo como campo donde sobrevivir]. Nosotros estamos sometidos a esta ley. Pero esa dualidad no es lo que realmente hay, es sólo lo que los vivientes necesitamos ver, es sólo lo que los vivientes nos vemos precisados a construir. Lo que realmente hay es «no dos», «eso no-dual». (M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, p.12).

Pues bien, la comprensión que nace de la conciencia nos aporta una doble luz, de donde brotan la compasión y el perdón.

Por un lado, la certeza de que los otros son no-separados de mí; por otro, la certeza de que el mal que hacemos –como el mal que me hacen- es fruto de la ignorancia.

Si el otro “forma parte” de “mí”, y si ha obrado por ignorancia, ¿qué me impide perdonar? Sólo una cosa: mi identificación con el ego que se ha podido sentir agraviado y la creencia ilusoria de la separación en la que me mantiene la identificación con la mente.

Todo ello puede apreciarse en lo que llamamos “runruneo mental”. Cuando el ego se ha sentido agraviado, es probable que empiece a construir historias mentales en torno a lo sucedido, adoptando el papel de víctima que reclama venganza.

Sin embargo, ese runruneo mental no es otra cosa que remover cadáveres: estamos dando vueltas a lo que ya ha pasado, agravando innecesariamente el sufrimiento y alimentando mecanismos tan nefastos como el victimismo, la queja y el resentimiento.

Todo esto no significa que no aprendamos de lo ocurrido, o incluso que no tomemos decisiones que, teniendo en cuenta la situación en su conjunto, sean las más adecuadas –o menos inadecuadas-, como puede ser el hecho de “poner distancia” o favorecer una separación… Estas decisiones dependerán de diversos factores. Pero de lo que aquí estamos hablando es de favorecer la actitud de perdón, fruto de la comprensión.

Gracias a ella, como decía más arriba, dejamos de “remover cadáveres”, nos ejercitamos en el aprendizaje de venir al presente y nos abrimos a reconocer la Unidad que somos, más allá de los comportamientos de cada cual. Al mismo tiempo, dejamos de alimentar el ego –y de mantener actitudes egocentradas-, para reconocernos en nuestra identidad más profunda, estable y compartida.

Todo resulta admirablemente coherente: acallar la cháchara mental, venir al presente, salir del ego, reconocer nuestra identidad más profunda… son movimientos que se dan a la vez y, como resultado, producen la vivencia de la compasión: la capacidad de sentir como propio lo que le ocurre al otro –la capacidad de “vibrar” o de “estremecernos en las entrañas” ante su sufrimiento-, para poner más amor donde vemos más dolor.

Todo esto puede ayudarnos a ver hasta qué punto Jesús fue el hombre de la comprensión y de la compasión. Bien consciente de su Identidad más profunda, se supo y se vivió como no-separado de nadie ni de nada, hasta el punto de poder afirmar: “El Padre y yo somos uno” y “Lo que hicisteis a cada uno de estos más pequeños, me lo hicisteis a mí”.

*****

A propósito de la sabiduría de venir al presente –que hace posible la Comprensión profunda-, sin quedarnos atrapados en “historias” que nuestra mente construye sobre el pasado, quiero traer dos anécdotas de la vida del Budha -“el atentado de Devadatta” y “el perdón al agresor”- y compartir humildemente lo aprendido –regalado- en una experiencia personal.

EL BUDHA Y EL PERDÓN

El Budha fue el hombre más despierto de su época. Nadie como él comprendió el sufrimiento humano y desarrolló la benevolencia y la compasión. Entre sus primos, se encontraba el perverso Devadatta, siempre celoso del maestro y empeñado en desacreditarlo e incluso dispuesto a matarlo.

Cierto día que el Budha estaba paseando tranquilamente, Devadatta, a su paso, le arrojó una pesada roca desde la cima de una colina, con la intención de acabar con su vida. Sin embargo, la roca sólo cayó al lado del Budha y Devadatta no pudo conseguir su objetivo. El Budha se dio cuenta de lo sucedido y permaneció impasible, sin perder la sonrisa de los labios.

Días después, el Budha se cruzó con su primo y lo saludó afectuosamente.

Muy sorprendido, Devadatta preguntó:

— ¿No estás enfadado, señor?

— No, claro que no.

Sin salir de su asombro, inquirió:

— ¿Por qué?

Y el Budha dijo:

— Porque ni tú eres ya el que arrojó la roca, ni yo soy ya el que estaba allí cuando me fue arrojada.

El Maestro dice: Para el que sabe ver, todo es transitorio; para el que sabe amar, todo es perdonable.

*****

El Budha estaba meditando junto con sus discípulos cuando, de repente, un hombre empezó a insultarlo y a intentar agredirlo.

El Budha salió del silencio y, con una sonrisa plácida, envolvió al agresor con infinita compasión. Sin embargo, los discípulos reaccionaron violentamente, atraparon al hombre y, alzando palos y piedras, esperaban la orden del Budha para darle su merecido.

El Budha, sin embargo, les ordenó que lo soltaran. Luego, dirigiéndose al agresor, le dijo con suavidad y convicción:

— Mire lo que provocó en nosotros: nos expuso como ante un espejo, para que pudiéramos ver nuestro rostro. Desde ahora le pido por favor que venga todos los días, a probar nuestra verdad o nuestra hipocresía. En un instante yo lo llené de amor, pero estos hombres que hace años me siguen por todos lados, meditando y orando, demuestran no entender ni vivir el proceso de la unidad, y quisieron responder con una agresión similar o mayor a la recibida.

Regrese siempre que desee. Todo insulto suyo será bien recibido, como un estímulo para ver si vibramos alto, o es sólo un engaño de la mente esto de ver la unidad en todo.

Cuando escucharon esto, tanto los discípulos como el hombre se retiraron de la presencia del Budha rápidamente.

A la mañana siguiente, el agresor se presentó ante el Budha, se arrojó a sus pies y le dijo en forma muy sentida:

— No pude dormir en toda la noche; la culpa es muy grande. Por eso, le suplico que me perdone y me acepte junto a usted.

El Budha, con una sonrisa en el rostro, le dijo:

— Usted puede quedarse con nosotros ya mismo; pero no puedo perdonarlo.

El hombre, muy compungido, le pidió por favor que lo hiciera, ya que él era el maestro de la compasión, a lo que el Budha respondió:

— Entiéndame: para que alguien perdone, debe haber un ego herido; solo el ego herido –la falsa creencia de que uno es la personalidad- es quien puede perdonar. Después de haber sentido odio o resentimiento, se pasa a un nivel de cierto «avance», con una trampa incluida: la necesidad de sentirse espiritualmente superior a aquél que en su «bajeza mental» nos hirió. Sólo alguien que sigue viendo la dualidad, y se considera a sí mismo muy «sabio», perdona a aquel «ignorante» que le causó una herida.

Y continuó:

— No es mi caso; yo lo veo como un alma afín, no me siento superior, no siento que me haya herido, sólo tengo amor por usted; no puedo perdonarlo, sólo lo amo. Quien ama, ya no necesita perdonar.

El hombre no pudo disimular una cierta desilusión, ya que las palabras del Budha eran muy profundas para ser captadas por una mente todavía llena de turbulencia y necesidad y, ante esa mirada carente, el Budha añadió con comprensión infinita:

Percibo lo que le pasa; vamos a resolverlo: necesitamos a alguien dispuesto a perdonar. Vamos a buscar a los discípulos; en su soberbia, están todavía llenos de rencor, y les va a gustar mucho que usted les pida perdón; en su ignorancia, se van a sentir magnánimos por perdonarlo, poderosos por darle su perdón. Y usted también va a estar contento y tranquilo por recibirlo, va a sentir un reaseguro en su ego culpabilizado. De esta manera, todos quedarán más o menos contentos, y seguiremos meditando en el bosque, como si nada hubiera pasado.

Y así fue.

CONCIENCIA TRANSPERSONAL Y PERDÓN

El yo no puede perdonar. Es inútil esperarlo de él. Así como tampoco puede no juzgar. Como resultado de nuestra identificación con la mente, el yo vive gracias al pensamiento, que no es otra cosa que juicio. Su objetivo es autoperpetuarse, por medio de los dos mecanismos que le otorgan una sensación de existir: la apropiación y la identificación. De ahí que su funcionamiento sea necesariamente egocéntrico.

Con esas características, no es difícil comprender que las lecturas que el yo hace de las situaciones resulten confusas, generen sufrimiento inútil y conduzcan, finalmente, a callejones sin salida. Eso es exactamente lo que ocurre, de un modo más patente, en aquellas circunstancias en las que el yo se ha sentido especialmente agraviado.

Cuando una situación del presente despierta heridas dolorosas del pasado, el malestar suele ocupar toda la escena. Y el yo herido hace lecturas de la misma, necesariamente egocentradas, que bloquean la posibilidad de perdón auténtico. En el mejor de los casos, puede llegar a una resignación más o menos "tolerada", pero no podrá perdonar a quien piensa que lo hirió.

El perdón sólo es posible en la medida en que trascendemos el yo. Con frecuencia, ello requiere tiempo, paciencia... y todo un ejercicio de toma de distancia de él. Sin ésta, no logramos salir de su ámbito y permanecemos sometidos a su dominio: no podremos ver las cosas sino como el propio ego las ve. No hay camino de salida.

Tomar distancia del yo significa desarrollar nuestra capacidad de observarlo como un "objeto" dentro de lo que realmente somos. Al hacerlo, empezamos a reconocer que no somos ese yo -ni las "historias mentales" que él mismo se ha fabricado-, sino Eso que observa, el Espacio consciente e ilimitado, desde el que todo es percibido de un modo radicalmente nuevo.

Ese Espacio consciente es nuestra identidad más profunda, transpersonal (transegoica y transmental), no-dual y compartida. Mientras permanecemos en ella, la preocupación por nuestro ego disminuye hasta el extremo; sus "historias mentales" de sufrimiento, venganza o resentimiento se evaporan en la Conciencia transpersonal, y empiezan a fluir, lúcida y mansamente, la bondad, la compasión y el perdón.

Y venimos a descubrir que el perdón no es algo que dependa de la voluntad, sino del "lugar" donde nos situamos. Desde el yo, es imposible; desde el Espacio consciente que somos, fluye sereno sin dificultad porque, para la Conciencia transpersonal, ha "desaparecido" incluso el motivo mismo que lo mantenía agraviado. En su lugar, se hace presente la Comprensión.

Lo que ha ocurrido es que, al "pasar" de la identidad del yo a quien realmente somos, nos hemos liberado nada menos que de las necesidades que atenazan al ego. Gracias a esa liberación, se amplía y purifica nuestra mirada, a la vez que se ensancha y ablanda nuestro corazón. Si no hay "yo", ¿quién se sentirá agraviado?; si no hay "yo", ¿quién habría de perdonar?

El "paso" del yo al "Espacio consciente" que somos (Eso no-dual) se experimenta como rendición sabia y se vive como regalo de liberación. Caen las resistencias, porque "ha caído" el ego que vivía esclavo de sus necesidades. Con la rendición, no es que el perdón sea posible; es que no hay nada que perdonar: ha desaparecido quien se había sentido herido y exigía reparación. Sólo queda liberación y deseo profundo de bien para la persona hacia la que antes vivíamos resentimiento. Quizás la relación no pueda restablecerse "formalmente", porque hay otros factores que tener en cuenta, pero ha desaparecido todo resto de exigencia o de reproche. Todo está bien.

Es así de simple; tanto, que cuesta entender cómo uno pudo haber quedado atrapado en la espiral egocentrada del yo. Pero requiere vivir el "paso", para ver las cosas, no desde el yo, que sólo busca afirmarse y exige respuestas acordes a sus necesidades, sino desde el "Espacio consciente" que nada necesita y nada le afecta.

Ese paso se ve obstaculizado por la identificación con el yo, particularmente cuando se despiertan heridas pendientes, carencias no resueltas, miedos atávicos, experiencias de soledad y abandono... Por eso, puede hacer falta tiempo de maduración. Con todo, aun respetando ese tiempo, es posible intentarlo..., para experimentar cómo se modifica radicalmente la perspectiva, en cuanto tomamos distancia del yo.

A partir de ese momento, sin embargo, no está todo hecho. Siguen pesando las viejas inercias del ego. Por eso, cuando reaparezcan los mensajes egoicos, con sus necesidades, miedos, exigencias, resentimientos y reproches, hay que "volver" decididamente a situarse en la verdadera identidad, el "Espacio consciente" que somos, para volver a constatar que, desde él, la visión se modifica y se hace presente la libertad interior y la Comprensión sin límites. Realmente, no hay nada que perdonar ni "nadie" que perdone.

Para "aterrizar" todo lo que estoy diciendo, deseo ejemplificarlo con un caso concreto, que viví hace un tiempo. Tras un hecho grave e inesperado, que me resultó agudamente doloroso, afloró mi yo herido y desconcertado, abandonado y hundido, resentido y exigente..., negándose a vivir hasta que las cosas no fueran como él deseaba: se veía literalmente incapaz de aceptar lo sucedido.

Todo quedó impregnado de sufrimiento y sinsentido, que se intensificaba con el mero recuerdo de lo ocurrido; un recuerdo que no hacía sino fortalecer las demandas del yo. Tuvo que pasar tiempo para que, finalmente, pudiera "rendirme" a la verdad, sin condiciones. Pero esa rendición únicamente fue posible cuando se me regaló situarme de un modo más estable en la identidad o conciencia transpersonal: la rendición fue sinónimo de liberación definitiva, desegocentración, serenidad ecuánime, comprensión sin exigencias, amor y deseo de bien sin restricciones... Todo ello lo viví como uno de los mayores regalos de mi vida, como la Gracia que marcaba un punto de inflexión, un antes y un después, en mi modo de ser, de situarme y de percibir. Decididamente, en ese nivel, todo está bien; ningún miedo tiene sentido.

Y queda como una voz resonando en mi interior: "No te reduzcas al yo ni te entretengas en sus «historias mentales», en su modo de ver las cosas; no sigas ni un minuto su «discurso»; al contrario, míralo siempre como un «objeto» dentro de la Conciencia que eres; reconócete como el Espacio consciente o Conciencia transpersonal que trasciende el yo, y experimenta la comprensión y la liberación que te aporta". Brevemente: "No olvides nunca quién eres". Hoy sé por experiencia que todo lo demás depende de ello.

ENRIQUE MARTINEZ

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