martes, 7 de septiembre de 2010

EVANGELIO DE LUCAS 15 1-10



En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
― Ese acoge a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo esta parábola:

― Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.

Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.

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(A José Arregi, otra víctima –como Jesús- del poder religioso;

un poder que, presuntuosamente, se cree en posesión de la verdad).

En el capítulo 15 del evangelio de Lucas, se recogen tres parábolas, llamadas “de la misericordia”, en las que Jesús habla de Dios, a través de tres figuras simbólicas: el pastor, la mujer y el padre de los dos hijos.

Las tres son polémicas, porque nacen en el contexto de una acusación contra el Maestro, por acoger a los pecadores y comer con ellos. Esta manera de actuar chocaba frontalmente con la idea “religiosa” de Dios –del que se creía que no podía mirar con agrado a quienes la religión catalogaba como “pecadores”- y, por eso mismo, socavaba los cimientos del sistema, poniendo en peligro el poder de los sacerdotes y el estatus de seguridad y prestigio de las élites religiosas.

Frente a las murmuraciones de estas últimas, Jesús habla de un Dios “diferente”, que se manifiesta como Misericordia, Encuentro y Alegría, particularmente con quienes parecen más “perdidos”. Y, para que no quede ninguna duda, usa una imagen masculina –el pastor- y otra femenina –la mujer-, que resaltan las mismas actitudes.

Porque el interés de la parábola no es hablar de la oveja o de la moneda –algo que ha sido frecuente en una cierta devoción cristiana-, sino del Misterio de Dios, nombrado como Amor y como Fiesta.

Lo que luego ocurrió es que el yo hizo una lectura de estas parábolas desde su particular perspectiva egoica. De esa manera, cayó en un antropomorfismo insostenible, que hizo de Dios el padre todopoderoso y protector de nuestra imaginación infantil.

En nuestro imaginario, todos hemos albergado, siendo niños, la figura de un padre en el que poder asentar nuestra seguridad de un modo definitivo. Al crecer, el yo religioso ha podido seguir proyectando aquel mismo deseo en Dios, imaginado como el Padre capaz de solucionar todos nuestros problemas. Y a pesar de que la vida desmiente, una y otra vez, esa creencia providencialista, nuestra propia necesidad de seguridad nos lleva a buscar cualquier justificación, antes que poner en cuestión las ideas que nos habíamos hecho.

En realidad, si vamos hasta el origen, descubriremos que fue nuestro yo quien, en su necesidad de autoafirmación, leyó a “Dios” de esa manera, convirtiéndolo en un garante de su propia supervivencia. ¡Dios al rescate del yo! Comprendemos ahora tanto antropomorfismo y tanto providencialismo individualista: los yoes son como niños necesitados que no se detienen ante nada con tal de sentirse afirmados.

Fue justamente esa “perspectiva egoica” la que condujo a una lectura también egoica del mensaje de Jesús. Cuando aquélla cambia, la lectura se ve modificada.

En la nueva perspectiva –transpersonal, no dual-, venimos a descubrir que nuestra identidad no es el yo que busca sobrevivir, incluso eternamente. Ese yo separado necesitaba aferrarse a un dios también separado, como garantía de seguridad. Pero, al tomar distancia de la que creíamos ser nuestra identidad y empezar a percibir lo que realmente somos, dejamos de ver a Dios como el todopoderoso individual al servicio de nuestro yo y empezamos a experimentarlo como el Misterio del que Jesús hablaba.

Dios es Misericordia, Encuentro, Alegría…, Plenitud. Pero quien puede experimentarlo así no es nuestro yo vacío y en último término inconsistente. A Dios no podemos experimentarlo mientras estemos identificados con la mente (eso es el yo, que sólo puede tener “ideas” antropomórficas de Dios, proyectadas desde su propia carencia), sino únicamente cuando venimos a la Presencia, es decir, cuando nos reconocemos en nuestra verdadera identidad. Ahí percibimos, con total evidencia, que la Presencia es Misericordia, Alegría, Encuentro, Plenitud; que siempre lo ha sido, y siempre lo será. Y que es sólo la identificación con la mente (y con el yo) lo que nos impide percibirlo.

Esa Presencia –como ponen de relieve las parábolas de Jesús y su propio gesto de comer con los “indeseables”- integra y abraza todo lo que existe, en la Unidad no-dual, en la que nada está separado de nada. Quien se reconoce en Ella, no puede no reconocerse también en todo lo que es, tal como proclama este admirable poema de Thich Nhat Hanh, titulado “Llamadme por todos mis nombres”, y que bien podríamos nombrar como el poema de la Compasión, o de la auténtica Misericordia, la que nace de la Comprensión. Para la mente y el yo, suena a absurdo y contradictorio; en la Presencia, trascendida la mente, es Sabiduría.

No digas que mañana me voy

porque apenas hoy estoy llegando.

Contémplame: llego cada segundo

para ser un brote o una rama primaveral,

para ser un pajarillo de finísimas alas

que aprende a cantar en su nuevo nido,

para ser la oruga del corazón de una flor,

para ser una gema que se esconde en la piedra.

Apenas llego, para reír o para llorar,

para temer o para esperar.

El compás de mi corazón marca el nacimiento

y la muerte de todo lo vivo.

Soy la mariposa metamorfoseándose en la superficie del río

y soy el pájaro que, a la llegada de la primavera,

llega a tiempo para comerse la mariposa.

Soy la rana que nada feliz en la charca,

y la culebra que se acerca en silencio

y se come a la rana.

Soy un niño de Uganda, todo huesos y piel,

mis piernas son ligeras cual cañas de bambú,

y soy también el traficante de armas

que vendió el armamento mortífero a Uganda.

Soy la chiquilla de doce años refugiada en el bote,

que cruza el océano y ha sido presa de los piratas,

y soy el pirata y mi corazón aún no es capaz de ver y amar.

Soy miembro del Politburó y tengo todo el poder en mis manos,

y soy el hombre que pagó su “pacto de sangre” con los suyos

muriendo lentamente en campos de trabajo forzado.

Mi alegría es como la primavera,

tan cálida que brotan las flores

por todos los caminos de mi vida.

Mi pena es como un río de lágrimas,

tan caudaloso que colma los cuatro océanos.

Por favor, llámame por mis auténticos nombres,

así podré escuchar mis risas y mis llantos en una sola voz,

así podré ver que mis alegrías y mis penas son una sola.

Por favor, llámame por mis auténticos nombres,

así despertaré,

y la puerta de mi corazón se abrirá de par en par

a la puerta de la compasión.


Enrique Martinez

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