martes, 25 de mayo de 2010

LA TRINIDAD COMO RELACION DE AMOR


Evangelio de Juan 16, 12-15

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

― Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.

El me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.

Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mí y os lo anunciará.

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Uno de los mitos de Occidente –a decir de Raimon Panikkar- consiste en considerar la individualidad como el mayor valor. Lo cual llevó, entre otras consecuencias, a que Occidente pensara a Dios como un “individuo”.

Parece claro que, en el proceso de evolución de la conciencia, lo que podemos designar como el “momento individual” –con el consiguiente afianzamiento del yo- supuso un paso adelante significativo; el ser humano se pensaba a sí mismo como un individuo: había nacido la autoconsciencia.

Pero lo que fue, sin duda, un avance, implicaba un riesgo en el que se terminó cayendo: la absolutización de la individualidad, que llevó a considerar el yo como la cima de la evolución y nuestra identidad definitiva. Se identificó “persona” con “individuo” y se definió a aquélla a partir de éste. El resultado salta a la vista: la comprensión de la humanidad como una multiplicidad de individuos –yoes- enfrentados entre sí.

En el terreno religioso, al hablar de Dios como “persona”, se le otorgó inmediatamente un carácter “individual”, que lo convirtió en un ser “aislado” o “individuado”, separado (!) del conjunto de lo Real.

Por esta misma dinámica, cuando en la tradición cristiana se hablaba de la “Trinidad”, se caía, en la práctica, en un triteísmo, que pensaba a las “tres Personas” como “individuos”. Incluso en algunos ámbitos cristianos, teológicos y devocionales, se llegaba incluso a hablar, sin pudor, de “Los Tres”.

Originariamente, sin embargo, el término “persona” no hacía referencia a una “sustancia” (individuo separado), sino a una “relación”. Todos los seres somos gracias a la relación que nos define: del mismo modo que no puede existir el padre sin el hijo, ni el hijo sin el padre –“padre” e “hijo” son realidades radicalmente relacionales-, nadie puede existir al margen de la relación que nos constituye con respecto al conjunto.

Llevado al plano religioso, habría que decir que el Misterio de la Trinidad no es un enigma acerca de cómo conjugar tres “individualidades” en una Unidad, sino más bien la proclamación de que Todo es Relación. El Misterio de Lo que Es y Somos se asemeja, metafóricamente, a una infinita Red, constituida por la misma interrelación.

Decía al principio que la individualidad supuso un avance en el despliegue evolutivo de la conciencia. Pero caemos en un error cuando la consideramos como la meta del mismo. El nivel mental-egoico de la conciencia, tras ser integrado, empieza a ser transcendido en un nuevo estadio, ahora transpersonal, caracterizado precisamente –no podía ser de otro modo- por la interrelación, en una Conciencia percibida cada vez más unitaria, global e integradora.

He pensado que esta introducción –en el día en que celebramos la fiesta de la Trinidad- podía ayudarnos a purificar imágenes de Dios demasiado parecidas a nuestros propios conceptos mentales y deudoras de los mitos y prejuicios que, colectivamente, arrastramos.

Pero, realmente, ante el Misterio nos toca quedarnos callados, en un Silencio que no es indiferencia, sino adoración admirada ante ese “no sé qué, que se alcanza por ventura”, como diría san Juan de la Cruz. Para nuestra mente, es un “no sé qué” –porque no es un “objeto” susceptible de ser apresado por la razón-, pero a su lado cualquier otra hermosura palidece (“Por toda la hermosura / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué / que se alcanza por ventura”: Glosa 12, en S. JUAN DE LA CRUZ, Obras completas [edición de E. PACHO], Monte Carmelo, Burgos 72000, p.78).

Al venir ahora al texto del cuarto evangelio observamos que, en él, “lo mío” se aplica indistintamente a Jesús, al Espíritu y al Padre. Como si eso “mío” fuera justamente el “resultado” de la relación mutua en la que Todo se encuentra.

Todo lo que tiene el Padre es mío”: En un nivel mítico y en una idea de Dios como “individuo”, “lo mío” parecía entenderse como una “cualidad” divina con la que era adornado el propio Jesús, “al lado” del Padre.

Desde la nueva perspectiva, pareciera más bien apuntar hacia el Misterio mismo de lo Real, expresado como Relación trinitaria.

Pero la afirmación va todavía más lejos, por cuanto no hay nada que quede al margen del Misterio. Por ello, esa palabra de Jesús podemos pronunciarla –desde la percepción de la “nueva” identidad- todos nosotros. Lo expresó bien el propio Jesús cuando, al contar la parábola del “hijo pródigo”, puso en labios del padre esas mismas palabras: “Todo lo mío es tuyo” (evangelio de Lucas 15,31).

Y no sólo porque el “Padre” –separado- nos hubiera prometido o incluso dado todos los “dones” que él pudiera tener, sino porque compartimos la misma Identidad, el Misterio último que nos hace ser y que en nosotros se expresa.

El Espíritu –afirma también el texto- “nos guiará hasta la verdad plena”. Si la absolutización de la individualidad ha sido uno de los mitos de la tradición europea, el otro fue el de identificar la razón con el conocimiento y, en consecuencia, la creencia con la Verdad.

La mente acarició la presunción de poseer la verdad, como si de algo “externo” se tratara, gracias a la mera enunciación de un concepto. Una vez hecha esa identificación (concepto o creencia = verdad), estaban en la verdad quienes compartían las propias creencias; los otros, permanecían en el error.

Ni siquiera teníamos la lucidez suficiente para darnos cuenta de que el supuesto hecho de “conocer la verdad” no nos hacía mejores personas. Más aún, parecíamos haber consensuado que el “ser” y la “verdad” podían ir por caminos distintos, dado que el “conocer” –que se había identificado con el “razonar”- podía darse al margen de lo que fuera el “vivir”.

Esta identificación –dada por válida durante siglos…, y todavía sostenida en demasiados ámbitos culturales y religiosos- ha sido fuente de confusión, autoengaño y fanatismo.

En una entrevista reciente en la BBC, se le preguntaba a un imán radicado en Gran Bretaña el motivo por el que, mientras ellos podían construir mezquitas en Europa, en muchos países árabes está prohibido construir iglesias.

Con un desparpajo no fácil de entender, el imán vino a responder en estos términos: “Permítame que le conteste a eso con un ejemplo. Supongamos que usted es el director de un colegio y necesita un profesor de matemáticas. A los tres candidatos que se presentan, usted les pregunta cuánto suman dos y dos. Uno de ellos contesta que tres, otro que cinco, y un tercero que cuatro. ¿A cuál de ellos contrataría? Evidentemente al que ha dado la respuesta correcta. Pues bien, en el caso de la religión ocurre lo mismo: la única religión correcta es el Islam. No podemos permitir que se construyan iglesias porque propagarían el error”. Por más que el desconcertado entrevistador siguió insistiendo en que los cristianos verían las cosas de otro modo, el imán no se movió en absoluto de su argumentación. ¿El motivo? Su creencia era la verdad.

Menciono este caso porque es de nuestros días, pero casos similares, algunos de ellos mucho más graves, pueden encontrarse en todas las religiones teístas que, en un momento u otro de su historia, se han creído enviadas a propagar e imponer “la verdad” a todo el mundo, aunque fuera a través de torturas. Y decían hacerlo de buena fe; no eran conscientes del engaño en el que estaban por haber confundido una idea (mental) con la Verdad inapresable.

Cada vez somos más conscientes de que, a un nivel profundo, ser y conocer coinciden. Podemos pensar cualquier cosa, acertada o equivocadamente, pero no podemos conocer aquello que no somos.

Por eso, la conclusión es clara: no hay conocimiento sin transformación. De otro modo, no tendríamos sino “creencias”, es decir, “objetos mentales” que, aislados de otra referencia, únicamente sirven para dividir y enfrentar. Tiene razón el cristiano ortodoxo Paul Evdokimov, cuando presenta al verdadero teólogo como aquél que sólo habla de aquello que sabe; por eso mismo, es también alguien que “no especula sino que se transforma”. Lo cual coincide con la magnífica expresión del místico cristiano Angelus Silesius: “Qué sea Dios, lo ignoramos…; es lo que ni tú ni yo ni ninguna criatura ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que Él es”.

Si esto se olvida, no se puede sino estar de acuerdo, aunque sea con matices, con José Luis Sampedro, cuando escribe que “la teología es contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios; el mero hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical”.

Es absurdo porque, como decía más arriba –algo demasiado olvidado en el discurso religioso-, la mente no puede manejar sino conceptos –los propios dogmas religiosos no son sino conceptos mentales, que quieren señalar a una realidad más allá de ellos-, referidos a realidades que, por el hecho mismo de ser pensadas, son objetivadas. Eso explica que las creencias nunca podrán encerrar la Verdad.

La Verdad desnuda y relativiza las creencias. Y no está más cerca de la Verdad quien más creencias tiene, sino quien más la encarna porque lo es –y la vive en forma de Unidad, el Amor…-. La Verdad no se puede pensar; sólo se puede ser; y cuando se es, se conoce. Lo que ocurre es que, como ha escrito Javier Melloni, “todas las religiones corren el riesgo de creer que, en lugar de pertenecer a la Verdad, la Verdad les pertenece” (J. MELLONI, Vislumbres de lo real. Religiones y revelación, Herder, Barcelona 2007, p. 11).

Enrique Martinez

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