miércoles, 1 de abril de 2009

LA ALEGRIA CRISTIANA Y EL HUMOR















(Contemplación para alcanzar humor)[1]

Trabajo de Julio Colomer –Sacerdote Jesuita-
Del Centro Pignatelli –Zaragoza-


- El Diccionario de la Real Academia de la Lengua define al “humorismo”, como: “manera de enjuiciar, afrontar y comentar las situaciones con cierto distanciamiento ingenioso, burlón y, aunque sea en apariencia, ligero. Linda a vececon la comicidad, la mordacidad y la ironía, sin que se confunda con ellas, y puede manifestarse en la conversación, en la literatura y en todas las formas de comunicación y de expresión”.

Define al “humor” como “jovialidad, agudeza”. Y al “buen humor”: “propensión más o menos duradera a mostrarse alegre y complaciente”.

Como siempre, las definiciones académicas se quedan cortas frente a la realidad vital que intentan delimitar conceptualmente. Pero apuntan en una dirección que vamos a desentrañar.
I. Elementos del humor

- El “humor" es, aunque parezca paradójico, algo muy serio. Dicen los tratadistas del humor que tiene cuatro ingredientes fundamentales, inseparables:

1. Lucidez o libertad crítica.
2. Aceptación.
3. Ternura.
4. Una pizca de locura.

Expliquemos brevemente cada uno de estos rasgos.

1. Lucidez (o libertad crítica)

El humorista es como un funámbulo que está en la cuerda floja. Porque el humor es un equilibrio entre dos cosas: entre la ingenuidad y la amargura.

El humorista no es un ingenuo, sino que es un hombre lúcido y, por tanto, con libertad crítica. Se distingue, pues, de los pánfilos.

Los pánfilos -como su nombre etimológicamente indica (pan y fileo)- son los que aman todo; aquellos a los que todo les parece bien, los que están contentos con todo, los ingenuos, los inevitablemente optimistas. Pero, como dice Marcial (que era un “maño” de Calatayud), agudamente: “Para el que nada es malo, nada puede ser bueno de verdad”.

Es decir, el pánfilo es tan pánfilo, al pánfilo todo le parece tan bien, que efectivamente le falta sentido crítico. Responde a lo que decimos caseramente en nuestros refranes: "sólo los tontos son felices". El pánfilo es feliz o porque le falta información o porque no se entera.

El humorista no es pánfilo, sino un hombre lúcido, que conoce muy bien sus limitaciones propias y las de los demás.

2. Aceptación

Decíamos que el humor es un equilibrio entre la ingenuidad y la amargura; que el humorista es un funámbulo. Tiene que evitar caer, por un lado, en lo pánfilo; pero, por otro lado, ha de evitar caer en el abismo de la amargura, que es el peligro que tienen todos los lúcidos. Pues éstos ven tanto y con tanta profundidad y se quedan, por ello, tan insatisfechos de sí mismos, del mundo, de la vida, que entonces se sumergen en la amargura.

Amargura que se manifiesta de dos maneras:
-o por el sarcasmo;
-o por la ironía.

a) Sarcástico es el amargo violento; el hombre que está tan insatisfecho de la realidad que todavía la empeora más para distanciarse de ella y poderle dar latigazos.

El gran sarcástico de nuestra literatura es D. Francisco de Quevedo. Quevedo es un hombre tan insatisfecho de las cosas que todavía las empeora, hace todo lo posible e imposible, caricaturizándola, para poder fustigar esa realidad que él no quiere.

b) La otra forma de manifestarse la amargura es la ironía constante. El perpetuamente irónico es el amargo no violento. Es el que reacciona en vez de con violencia con tristeza. Decía Benavente: "La ironía es una tristeza que no quiere llorar y sonríe".

El irónico cambia el látigo por los doscientos dardos o alfilerazos que van expresando su descontento, su insatisfacción. En el fondo, su ironía es una expresión de tristeza.

Y ¿qué es el humorista? Es una síntesis difícil de conseguir. Es una síntesis de lucidez y aceptación.

Esa aceptación es la que le falta al sarcástico y al irónico. El hombre con humor tiene esa aceptación de sí mismo y de los demás, de la realidad tal como es, a pesar de las limitaciones propias y ajenas.

3. Ternura

Pero es una aceptación con ternura. Humor es la capacidad de saberse reír de una cosa y, sin embargo, seguir amándola.

El humorista se acepta como es, acepta la propia limitación; y, aunque no está satisfecho de sí mismo, no se desprecia, sino que se ríe de sí mismo y se ama con ternura. El humorista acepta con ternura al mundo y a los demás hombres; los acepta sinceramente, aunque no está satisfecho de ellos, porque conoce sus limitaciones. Pero, a pesar de eso, los acepta, y no escépticamente, sino tiernamente.

Si se ríe, el humorista siempre lo hace con ternura. Porque es lúcido y ve los fallos y limitaciones, el humorista se ríe de sí mismo, de los demás, del mundo, pero continúa amándolos tiernamente. Nunca cae en la amargura.

Como suele decirse, la mejor descripción del humorista es ésta: el humorista es aquel que dice "¡qué barbaridad!, me he dado cuenta de que soy un piojo", para añadir inmediatamente, "pero un piojo muy majo". Se trata de aceptar lo que soy, pero aceptarlo sin tristeza, sin amargura.

El humorista es, pues, pobre, con esa pobreza radical que significa aceptar la propia limitación. Y cuando uno se ha aceptado a sí mismo, entonces, y sólo entonces, está en disposición de aceptar a los demás con ternura. Elemento insustituible del humor es la ternura.
Pero el verdadero humorista no sólo es pobre -que se acepta con sus limitaciones-, sino que también es misericordioso. Tiene ternura. Siente ternura hacia los demás y los acepta: “!Son pobres hombres como yo!”.

4. Una pizca de locura

No hay nada más opuesto a un humorista que un "señor razonable". De esos que se toman la vida absolutamente en serio y cuyo lema es: "de mí no se ríe nadie".

Los hombres y mujeres que sólo tienen razón -y no sentimiento, ni ternura- sólo se mueven por objetivos calculados, por esquemas lógicos y con acciones planificadas. Son tan ordenados que parecen geométricos; tan esquematizados que parecen autómatas.

Frente al exceso de razón, el humorista apuesta por el sentimiento y la ternura. Y así un gran humorista, Charles Chaplin, se lamentaba de que en nuestra sociedad moderna, tan "razonable": “pensamos demasiado, pero no sentimos bastante”.

Y frente al exceso de planificación lógica -tan monocorde en nuestra sociedad tecnocrática-, el humorista nos dice que tenemos que ser lunáticos. Lunáticos significa: ser locos a intervalos, o sea, no siempre, pero, por lo menos a intervalos, por fases, como la luna. Hay que ser lunáticos; es decir, aportar una brizna de locura a la excesiva racionalidad en la que estamos encorsetados y con la que nos movemos cada día.

Todo esto está muy bien sintetizado en el título de la obra de un gran humorista español, Miguel Mihura: “Sólo el amor y la luna traen fortuna”. Sólo el amor -la ternura- y un poco la luna (lunáticos) -una pizca de locura- traen fortuna, sirven para algo.

Esto significa que todo hombre y mujer tienen derecho a ponerse de puntillas y soñar, a ilusionarse por algo. Todo hombre y mujer, más allá de un comportamiento prosaicamente razonable, tienen derecho a un margen de sueños en su vida, de ilusiones y de esperanzas.

En la obra de ese gran humorista español, aparece un médico, el doctor Palacios, que está a punto de descubrir una píldora, con la cual, si la toman, los hombres ya no necesitarán dormir. Está satisfecho el doctor con su invento y dice: "este invento mío va a revolucionar la humanidad, ya que va a duplicar la capacidad de trabajo. Si ya no necesitamos dormir, los hombres trabajaremos día y noche". Y el protagonista de la obra se horroriza ante esta afirmación y quiere impedir que el doctor siga adelante con su invento. Por ello, le dice como supremo argumento: "Pero ¡si hasta los perros necesitan dormir para soñar con su hueso!". Y el doctor Palacios -que es el prototipo del hombre razón- le contesta: "Con mi invento habrá huesos para todos y en abundancia". Y le replica el protagonista: "Pero esos huesos son reales, y lo que el perro necesita son huesos fantásticos, de esos que no existen y se pierden en los sueños".

Así es. El humor nos dice que necesitamos soñar, ponernos de puntillas y tener ilusiones y esperanzas. Necesitamos una pizca de locura.

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Estos son los cuatro rasgos del auténtico humor: lucidez, aceptación, ternura y una pizca de locura. El que los tenga no será ni optimista ingenuo (pánfilo, "tonto feliz") ni pesimista recalcitrante ("tonto desgraciado"), sino un humorista esperanzado.

II. El don de saberse reír

Pero estos cuatro rasgos son profundamente cristianos. Por eso tendríamos que pedirlos para alcanzar humor y vivir nuestra vida con humor, con un corazón de carne gozoso y jovial.

¨ Tendríamos que pedirle al Señor que nos dé la libertad y la lucidez que aporta el Espíritu Santo a los hijos de Dios (esa lucidez que veíamos tan necesaria cuando hablábamos del discernimiento cristiano). Esa lucidez o libertad crítica -primer rasgo del humor- que nos permita discernir, distanciarnos críticamente para apreciar nuestros fallos y limitaciones; también las de los demás.

¨ Pero, junto a esa libertad de discernimiento, tendríamos que pedirle aceptación. Dios Padre nos ha aceptado en Cristo tal como somos, con nuestras grietas; y ha aceptado, también en Cristo, a los demás hombres, con sus taras. Esto tendría que darnos confianza y valor para aceptarnos a nosotros mismos y a los demás. Porque Dios nos ha aceptado a nosotros y los ha aceptado a ellos.

¨ Y también tendríamos que pedirle que esa aceptación fuera con ternura. Tal como Él nos acepta a nosotros y a los demás. "Dios es ternura"; así ha retraducido un teólogo la famosa definición que San Juan da de Dios: Dios es amor. El es "un padre que siente ternura por sus hijos"(Sal 103). Que el Señor, que es ternura que nos acoge y abraza, nos dé un reflejo de ella, para que, con ella, nos aceptemos a nosotros y aceptemos a los demás.

¨ Y, por fin, tendríamos que pedirle una pizca de locura. Que Él "estire" de nosotros, con su amor, y nos empine y nos ponga -como dice San Pablo- "a la altura de nuestra vocación, de nuestro llamamiento". Y así, de puntillas, soñaremos como Jesús –el lúcido realista, pero esperanzado, porque se apoyaba en la inagotable bondad del Padre (como vimos)- y así, tendremos la misma pizca de locura de Jesús: la de apostar por un mundo que, aunque no lo parezca razonablemente, está llamado por el Padre a convertirse en una comunidad de hermanos
[2].

Si tuviéramos estos cuatro rasgos, tendríamos un sano humor cristiano y habríamos alcanzado el don de saberse reír:

1. De uno mismo, con ternura.

Siempre con ternura, porque, si nos despreciamos, ya no hay lugar para la alegría y el humor cristianos.

¡Cuántas crispaciones evitaríamos si ejerciéramos el don de sabernos reír de nosotros mismos! ¡Si nos aceptáramos, a pesar de nuestras insatisfacciones! ¡Si no nos tomáramos tan en serio en lo que somos, en lo que hacemos o dejamos de hacer!

Esta aceptación de uno mismo y de sus propios límites es, en realidad, humildad. Es, como decía Santa Teresa, "andar en verdad". No hay cosa más alegre ni más difícil que aceptarse a sí mismo. Karl Rahner decía: cuando un hombre es capaz de aceptarse a sí mismo está aceptando a Cristo, que asumió hasta el fondo y totalmente la naturaleza humana Y si no nos aceptamos a nosotros mismos, no aceptaremos a los demás
[3].
2. De los demás, con ternura.

Si no hubiera ternura, sería sarcasmo o ironía, pero no humor, alegría cristiana. Ese saberse reír de los demás es fruto de la lúcida libertad que nos da el Espíritu. Es saber discernir y no vivir esclavizados por la imagen que nos hemos trazado de los otros; ni angustiados por la imagen que los otros se forman de nosotros: cómo me interpretarán, cómo me están juzgando...

Sí, riámonos un poco de los otros... libremente: como de un hermano, al que -más allá de la broma y de la risa- se le quiere con un cariño entrañable. Reírse de los demás es fraternidad. Es reconocer que -como hermanos- hay más cosas que nos unen que nos diferencien, pues somos hijos del mismo Padre...y de tal palo tal astilla. Somos astillas fraternales de Dios.

3. De Dios, con ternura.

Porque Dios tiene un gran sentido del humor. Posee, en plenitud, los cuatro rasgos del humor: a) Él es la lucidez y libertad suprema; b) Él es el que sabe aceptar al hombre en su Hijo Jesús; c) Él es ternura; y d) Él tiene una pizca de locura. (Nuestro Dios debe estar un poco loco para habernos amado como nos ha amado y ama: ¡nos ha entregado a su Hijo!)

Nuestro Dios tiene gracia (Esto lo refleja el famoso chiste: "¿Por qué se ríen los ángeles? Por la gracia de Dios"). Es un Dios jovial -Él es el Dios de mi alegría, como dice el Salmo-. Él es una fiesta. Y se ríe con ternura de nosotros y nos juega sus malas pasadas. A lo largo de la vida, nos sorprende humorísticamente: porque sopla donde quiere... y sus caminos no son nuestros caminos.

Ese saberse reír con Dios y de Dios -de su hacer en nuestras vidas- no es otra cosa que vivir en familiaridad con Él y en la relación de hijos; es filiación.

Sepamos reírnos de nuestro Dios con libertad de hijos, diciéndole que ya le vamos descubriendo sus trucos y su juego, y que casi ya podemos adivinar lo que va a hacer con nosotros mañana o pasado mañana, porque vamos conociendo su estilo. Aunque, cuando se lo adivinemos del todo, ya estaremos con Él para siempre.

III. La alegría de la salvación

En fin, ese es el humor que debemos alcanzar.

Decía Nietzsche: "Para que yo crea que Cristo es el Salvador, haría falta que los que le siguen tengan un poco más cara de salvados". Sí, es verdad; a veces, los cristianos ponemos muy poco cara de salvados.

Dejemos transparentar y traslucir nuestro gozo, nuestro humor, arraigado y fundado en haber sido creados por un Padre, que porque nos amó nos creó (y no al revés) y en el que podemos esperar, porque primero él ha esperado en el ser humano
[4]. Y sabiendo que hacemos camino con Cristo, nuestro hermano mayor, que nunca nos deja solos, porque ha derramado su Espíritu consolador en nuestros corazones y los hace arder.

(La oración colecta del viernes de la IV semana de Cuaresma dice: "Señor, concédenos recibir con alegría la salvación que nos otorgas y manifestarla a los hombres con nuestra propia vida". Es un buen lema para nuestras vidas)

No tenemos derecho a estar tristes. Nuestras vidas deberían hacer caso al Salmo 125: "Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar. La boca se nos llenaba de risas y la lengua de cantares... El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres". Él cambió nuestra suerte cuando nos llamó a ser sus discípulos para compartir sus sueños; por eso, ha estado grande con nosotros. ¿No debería nuestra boca llenarse de risas y nuestra lengua de cantares?

Pidamos humor en nuestras vidas, como hacía Santo Tomás Moro, que recitaba una oración honda y divertida pidiendo a Dios el sentido del humor. Una oración que empezaba con una humorada: "Señor, dame una buena digestión y algo también que digerir"- en concreto, él pedía pan y mantequilla-; y continuaba pidiendo: "Concédeme la gracia de saber entender un chiste y saber volverlo a contar para que se alegren los demás"; y pasaba a insistir después: “Dame una manera de ser que ignore el aburrimiento, los lamentos y los suspiros… Que siempre, Señor, haya en mis labios una canción, una poesía o una historia para distraerme y distraer”.

¡Ojalá, se pueda decir de nosotros lo que se decía de Felipe, el apóstol. Los Hechos afirman que, cuando él pasaba, "la ciudad se llenaba de alegría" (Hechos 8, 1-8; 8, 26-40)!

[1] Un compañero mío decía que habría que rematar los Ejercicios no sólo con la "Contemplación para alcanzar amor", sino con la "Contemplación para alcanzar humor". Tenía razón. Y, además, en el fondo, las dos Contemplaciones están enlazadas. Porque el humor -el humor cristiano- se basa en el amor. El amor que Dios nos tiene -por el que nos acepta tiernamente- es el fundamento de nuestro humor. Con el que tendríamos que ir por la vida, como una actitud fundamental cristiana.

[2] El filósofo Ernst Bloch decía que la sociedad de nuestro tiempo necesitaba soñadores que tuvieran "sueños diurnos" (sueños con los ojos abiertos), que, a modo de utopías motoras, animantes, nos pusieran de puntillas y en marcha hacia la esperanza; así eran los “sueños” de Jesús. Soñó en una comunidad de hermanos, querida por el Padre, solidaria, generosa, justa y servicial. Lo cual sólo era posible si estaba sólidamente cimentada en la filiación y en la fraternidad: esas dos palabras por las que Él peleó y entregó su vida.
Decía Calderón: “¡Y los sueños, sueños son!”. Pero no todos los sueños son sueños que se disipan al abrir los ojos. No ocurre así con los sueños diurnos que están arraigados en la “utopía” de Jesús. Porque el Padre dijo sí a su pretensión, a ese futuro del Reino de Dios ya en marcha, que el inauguró. Vale, por lo tanto, la pena soñar como El soñó. Vale la pena vivir para esa esperanza utópica, animante, y que está fundamentada en la Resurrección de Jesús, que fue el sí de Dios a su vida, mensaje, valores por los que peleó y garantía de esperanza “contra toda esperanza”.

Proclamemos, pues, nuestros sueños, como testimonio, aguijoneante, crítico, pero servicial. Que el Señor nos haga capaces de soñar –para eso nos ha llamado para soñar a favor de nuestros hermanos, hombres y mujeres -como nos dice la Biblia que hacía José, el de Egipto.

No testimoniamos en el mundo nuestros “sueños diurnos” para fastidiar, sino por amor. Estos sueños serán un aguijón crítico, pero también un servicio. No perdamos esa ensoñación; aunque esos "sueños diurnos", vividos con coherencia, nos traigan riesgos y dificultades. También le sobrevinieron a Jesús ... y al mismo José. Y aunque, como a José, algunos de nuestros hermanos, los hombres, nos metan en aljibes y nos exporten en caravanas ismaelitas hacia Egipto, pidamos fuerza al Señor para que, entonces, sepamos cargar con la cruz y, con ella al hombro, prosigamos, con audacia, soñando nuestros "sueños diurnos" y siendo en nuestras propias vidas, fieles a ellos.

[3] No es lo mismo rendición que aceptación. Un corazón, que, como el nuestro, ha sido tantas veces perdonado se dirá: “No me rindo; pero sí me acepto”. Y esto conlleva el asumir que hay en nosotros y siempre lo habrá trigo y cizaña (Mt 13,24-40) (pues nadie nos ha prometido que ésta última desaparecerá). Esta convivencia del trigo y la cizaña es molesta para la imagen narcisista que nos trazamos de nosotros mismos; pero es beneficiosa para vivir en profundidad el que en nuestra debilidad está la fuerza del Dios misericordioso al que estamos siempre referidos. Hay que aceptar que la cizaña forma parte de nuestro equipaje de camino por la vida; con ella hay que contar y convivir; y pacientemente no dejarla crecer, aun sabiendo que no la podremos segar del todo. Esta aceptación esponjada hará que cuando tantas veces nosotros mismos no nos entendamos a nosotros mismos, -pues, continuamente, como decía San Pablo, hacemos lo que no queremos; y queremos, pero no podemos-, dejemos en manos del Dios fiel y misericordioso –que sondea los corazones.-, nuestra propia oscuridad e impotencia, sabiendo que, como dice San Juan: Dios es más grande que nuestra conciencia.

[4] Charles Peguy, el poeta cristiano francés, llamaba a la esperanza la “hermana pequeña de las otras dos virtudes: la fe y la caridad”, porque parece frágil, pero es, en realidad, la que hace andar a las otras dos, la que las arrastra, y la que arrastra y hace andar al mundo entero. La “pequeña esperanza” es también la que tiene que hacernos andar y arrastrarnos en nuestra vida cristiana.

1 comentario:

Daniel Mercado dijo...

Precioso texto, gracias por compartirlo.