Evangelio de Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, Jesús exclamó:
Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla.
Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.
Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.
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COMPRENSIÓN, GOZO Y COMPASIÓN
Parece ser que la gratitud, junto con el amor, es uno de los sentimientos más terapéuticos: nos centra, nos resitúa, nos esponja, nos abre a dimensiones de infinito, sacándonos de mecanismos egocentrados, que nos hacen girar sobre nosotros mismos de un modo enfermizo y enfermante.
La gratitud está íntimamente relacionada con la capacidad de “ver”. Sabemos que nuestros estados de ánimo van a depender de aquello en lo que, consciente o inconscientemente, pongamos o detengamos nuestra atención. Si dejo que mi atención gire en torno a una preocupación, me veré metido en una rueda de preocupación creciente, que contaminará toda mi persona.
Experimentos recientes en el campo de la neurociencia nos dicen que nuestro cerebro reacciona del mismo modo ante un peligro real que ante un peligro “pensado” o imaginado. Si dejamos que nuestra mente se “entretenga” en pensamientos erráticos, o simplemente no observados, nos veremos abocados a estados de ánimo que terminarán manejando nuestra vida a su antojo.
Las conclusiones que se derivan de todo esto son tan sencillas de formular como decisivas en los efectos que producen. Dicho en negativo, podría formulares de este modo: el runruneo mental constituye nuestro peor enemigo. Dicho en positivo: la atención “es la moneda más valiosa que tengo para pagar mi libertad interior”.
Si realmente queremos ser dueños de nuestra vida y de nuestros estados anímicos, necesitamos educar nuestra atención. Ello requiere ejercitarnos por estar cada vez más en el momento presente, o volver a él en cuanto detectamos que nos hemos alejado. Requiere también adiestrarnos en observar nuestra mente, y ser capaces de reconocer el punto en el que se ha extraviado, para “regresar” de nuevo a la presencia y a la conciencia de nuestra verdadera identidad (que no es la mental).
Una atención adiestrada –en la práctica diaria y en momentos específicos de silencio o de meditación- nos capacita para ser dueños de nuestra mente –de nuestros pensamientos, sentimientos y emociones- y, de ese modo, nos mantiene “despiertos” para “ver” ajustadamente la realidad.
Una mente errática da como resultado una visión errada de lo real: todo es juzgado y valorado según la medida del ego y las etiquetas que él mismo establece sobre las cosas: “me agrada / no me agrada”. Desde una mirada de este tipo –tan egocentrada como inestable, porque todo está sometido al cambio-, es muy difícil vivir en gratitud profunda.
Por el contrario, al tomar distancia de la mente y situarnos como dueños de ella, accedemos, simultáneamente, al presente y a nuestra verdadera identidad: no somos los pensamientos, sino la conciencia en la que aparecen. Nuestra identidad no se ve afectada por lo que pueda ocurrir; constituye un “lugar” de calma y de gozo estable –que no está reñido con la presencia de “olas” superficiales de todo tipo-, del que brota espontánea la gratitud y la alabanza.
Es probable que, en determinados momentos, todos hayamos experimentado lo que es esa sensación de gozo suave y profundo que nos ocupa por completo hasta sobrecogernos de un modo inexpresable, y que necesita traducirse en exclamación, en canto o en poesía…, o en Silencio sostenido.
Algo de eso debió vivir Jesús, tal como se nos narra en este texto del evangelio de Mateo. Es una exclamación de gratitud porque “ha visto” que, pese a todo, “todo está bien”.
En el contexto del evangelio, parece claro que los “sabios y entendidos” son los escribas –teólogos oficiales- y la autoridad religiosa, que creen “saber” todo sobre Dios. Su mente está tan llena de conceptos, que eso mismo les impide abrirse a la novedad de lo que Jesús propone.
Sin vaciamiento de nuestros conceptos (también religiosos), no podremos ser “sencillos” ni acoger la “sabiduría de Dios” que siempre nos sorprende, porque siempre es “nueva”. Encerrados en conceptos que repetimos mecánicamente, hemos construido una jaula en la que terminamos atrapados…, convencidos de que la “verdad” y la misma “vida” se hallan en ellos.
Vaciarse de los conceptos significa, de nuevo, tomar distancia de la mente. Reconocerla en lo que es –una preciosa y valiosísima herramienta a nuestro servicio-, pero sin reducirnos a ella. Cuando somos capaces de pararla –aunque sólo sea un segundo-, ¿qué queda? Silencio, Quietud, Presencia…, Nada, una nada a la que nada le falta: es la Plenitud. Esta es nuestra identidad más profunda.
Se cuenta de hombre muy erudito y buscador, que fue al encuentro de un maestro zen, que lo recibió amablemente. Durante mucho tiempo, el visitante le estuvo exponiendo su recorrido de estudios y de búsquedas, así como su afán de encontrar finalmente la verdad. Después de escucharlo pacientemente durante todo ese tiempo, el maestro se levantó, trajo de la cocina el servicio de té y sirvió a su huésped una taza humeante llena hasta el borde. Pero inmediatamente, y para sorpresa de su interlocutor, tomó la tetera y continuó vertiendo té a la taza. “¿Qué hace?”, le preguntó el visitante, señalando todo el té derramado sobre la mesa. “Usted es como esta taza –le contestó el maestro-; está tan lleno, que ya no le cabe más. Tendrá que empezar por vaciarse”.
Al hablar de la “gente sencilla”, Jesús se está refiriendo precisamente a quienes eran despreciados o desvalorizados por la autoridad religiosa, debido a su pobreza, su enfermedad o su analfabetismo; es decir, a todos aquellos que formaban el círculo habitual del maestro de Nazaret. Este debió quedar extasiado ante el modo como todas aquellas personas marginadas –social y religiosamente- conectaban con su mensaje. Y ése fue uno de los motivos de su explosión de alabanza.
Por el contrario, quienes creían saber todo sobre Dios, delimitados por sus creencias, se incapacitaban para “ver”: su propia “ortodoxia doctrinal” les “ocultaba” la buena noticia.
Pero a continuación, el texto nos hace ver una dimensión todavía más honda, si cabe, del gozo de Jesús: la experiencia de su verdadera identidad, no-separada del Padre. Jesús “vio” quién era: es imposible “ver” lo que somos, aunque sea en un mínimo instante, y no “explotar” de alegría. Porque lo que somos, en esa no-separación con Dios, es precisamente Gozo.
Desde una lectura mental –y, en parte, mítica-, hemos pensado que Jesús se refería a una relación “única” entre él y el Padre. En un “idioma dual” –propio de la mente-, no había posibilidad de leerlo de otro modo. Sin embargo, desde un “idioma” no-dual, venimos a reconocer que aquello que Jesús afirma de sí es real para todos nosotros… La única diferencia es que nosotros no lo hayamos visto, o no con tanta claridad como él lo vio y lo vivió. Porque lo vio, es el “revelador”, haciéndonos caer en la cuenta de que nos hallamos en una “Identidad compartida”, en la Unidad no-dual que somos, donde no caben comparaciones ni exclusiones: todos formamos un “tapiz” admirable, una Red sin costuras, en la que, afirmando las diferencias, las reconocemos dentro de una Unidad más profunda que, constituyéndolas, las integra.
Y la Comprensión y el Gozo –siempre es así, cuando son auténticos- se transforman en Compasión: “Venid a mí…”. Quien ha “visto” se convierte en “alivio” y en “descanso” para los demás.
Durante veinte siglos, estas palabras han procurado consuelo a infinidad de personas, que se han acercado a Jesús y lo han acogido en su corazón. Acercarnos a él, es conectar con el Descanso que forma parte de nuestra identidad más honda –la identidad compartida-, pero que en él puede percibirse de un modo patente. Creer en Jesús, adherirse a él, nos pone en contacto con el Misterio último de lo Real (el “Padre”, en su lenguaje), la Mismidad de todo lo que es.
Esto explica también que, del mismo modo que los cristianos lo percibimos en Jesús, a otras personas pertenecientes a otras religiones les llegue a través de otros “cauces”. Se trata siempre del mismo y único Misterio, reflejado en “mil rostros”, en la belleza de la No-dualidad en la que, por fin, cesan todos los motivos de comparación y de rivalidad. Si todos constituimos una “identidad compartida”, ¿qué sentido tienen las comparaciones?
Para terminar, siento que todo esto encaja admirablemente con la afirmación que Jesús hace de sí mismo: “Manso y humilde de corazón” es quien se vive a distancia de su ego, no identificado con él. Y esto, no por algún tipo de voluntarismo, sino porque “ha visto” la Verdad de quien es.Enrique Martinez
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