viernes, 27 de julio de 2012

LA GLORIA DE LA CARNE




ABC | Juan Manuel de Prada

Hace diez o doce años publicaba Félix de Azúa un artículo que me impresionó muy vivamente. El autor había asistido al funeral de un amigo y glosaba el sermón del cura, en el que se vino a decir que tras la muerte «nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio». Escuchando este sermón, Azúa se sorprendió de que los católicos nos conformáramos con esta versión amputada de la Gloria eterna; e incluía en su artículo este vigoroso apóstrofe: «Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma digni dad que nuestro espíritu, s i no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias».

Recorté entonces aquel artículo, pues me pareció una soberbia denuncia —tanto más valiosa por proceder de un incrédulo— de ese aguachirle espiritualizante que ha ido adulterando los paisajes de la vida futura. Con razón ha dicho Benedicto XVI que el mayor daño a la fe no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. También nosotros, como Azúa, hemos escuchado muchos sermones en los que la gloria de la carne es eludida o escamoteada (como, en general, lo son otras muchas realidades escatológicas); y cuando, en alguna ocasión, hemos reprochado al cura esta elusión o escamoteo, hemos recibido la misma explicación —o excusa— barullera, que viene a resumirse así: «Puesto que no sabemos cómo ocurrirán tales cosas, mejor no hablar demasiado de ellas, para que la imaginación de los fieles no se extravíe». Pero toda esperanza eficaz se apoya en el pedestal que la imaginación le presta; cuando no podemos hacernos una idea concreta de lo que esperamos, tendemos a expulsarlo de nuestra mente.

Si persistimos en cerrar una tras otra todas las salidas por donde el creyente busca concebir su destino último, al fin abandonará su empresa. Si los hombres mantienen una esperanza, aunque sea encarnada en formas toscas, y nosotros persistimos en decirles que su realización no puede tomar ninguna de las formas que ellos pensaban, acabarán por decir que la esperanza misma es una filfa ilusoria. Pues para el mero viaje de nuestras almas hacia la «luz divina» no hacían falta las alforjas de un Dios que se hace carne y sufre tormentos en su carne, antes de morir y resucitar al tercer día. Esta resurrección de la carne es la que nos ha sido prometida; y esta resurrección de la carne es el deseo que Dios infunde en todo el ser del hombre a través de la Eucaristía. Deseo que, inevitablemente, se amustia a medida que el misterio eucarístico de la transubstanciación se rutiniza o desacraliza. ¡Dígale usted a un tío que comulga como quien hace cola en el rancho (con la manita a guisa de cuenco) que ese pedacito de pan ácimo —ante el que ni siquiera le dejan arrodillarse— prefigura la resurrección gloriosa de su carne!

La fe cristiana en la resurrección de la carne se topó desde el principio con las incomprensiones y resistencias propias de una filosofía espiritualista que consideraba el cuerpo una suerte de cárcel de la que el alma quedaba liberada con la muerte. Con signos de esta incomprensión ya se topa San Pablo en el Areópago de Atenas; y tales resistencias las sigue mostrando nuestra época, dispuesta a admitir condescendientemente alguna forma de supervivencia espiritual más allá de la muerte, pero intelectual y afectivamente cerrada a la resurrección de la carne. Actitud congruente con su rechazo de la fe, que no es —como pretenden ciertas versiones sucedáneas— una relación intelectual con la divinidad, ni un impulso afectivo hacia ella, sino un abrazo conyugal que transforma la massaperditionis que formamos en Adán en el Cuerpo místico de Cristo, a través del cual circula la sangre de su vida divina. De ahí que ese abrazo conyugal, que abarca nuestra naturaleza entera, se manifieste en los sacramentos a través de gestos y vínculos corporales: Dios no llega a nosotros en primer lugar por una predicación de sabiduría o por un ejemplo de virtud, sino por la carne (en esto consiste la Encarnación); y al abajarse y aceptar nuestra naturaleza, se hace una sola carne con nosotros, en una suerte de desposorio eterno.

La consecuencia natural de ese desposorio —su plenitud final —es, como es cribe el siempre finísimo y penetrante Fabrice Hadjadj en La profundidad-de los sexos, el abrazo del Eterno hasta la raíz de nuestro cuerpo, la posesión divina de cada una de nuestras fibras a través de la resurrección de la carne. A esa nueva forma de existencia la llama San Pablo cuerpo glorioso o espiritual, renacido de la semilla corruptible de nuestro cuerpo mortal y sin las limitaciones propias de la materia: porque la resurrección no es la recuperación del cuerpo abandonado por el alma, ni tampoco la continuación de una vida corporal interrumpida por la muerte —como pensaban los saduceos—, sino el principio de una vida nueva. Como explica San Agustín en La ciudad de dios, «todos los miembros, todas las vísceras del cuerpo incorruptible, sujetas hoy a las diversas funciones que la necesidad impone, en esa hora en que la necesidad cederá ante la felicidad, concurrirán todos en la alabanza a Dios».

Y en ese estado de felicidad perpetua en el que «todo defecto será corregido, todo lo que falta respecto a la medida adecuada será completado y será suprimido todo lo que esté en demasía», podremos ser uno con las personas a las que amamos en la tierra de una manera mucho más profunda y perfecta, porque esa unión será, antes que cualquier otra cosa, unión con la fuente: nuestra amada será esposa de Dios más que nuestra. Algo de esto intuyó Agustín de Foxá en un poema hermosísimo titulado «Juicio Final», en el que, al figurarse a su amada tras la resurrección de la carne, hablaba de «formas recobradas», «venas vibradoras» y «corazones palpitando otra vez». ¡Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne!


Son muchos los creyentes cristianos que empiezan practicando yoga y otras disciplinas orientales, esótericas, ocultistas, new-age, etc, que terminan creyendo en la doctrina de la reeencarnación y el Karma. No acaban de comprender que el ser humano es una unidad. No es un espíritu que tiene un cuerpo. Es, también,  cuerpo. Una antropología realista nos evitará caer en concepciones del ser humano que nada tienen que ver con el evangelio.

jueves, 26 de julio de 2012

LA FELICIDAD

Alabado sea Jesucristo…
 La felicidad no tiene contrapuesto porque nunca se pierde. Puede estar oscurecida, pero nunca se va porque tú eres felicidad. La felicidad es tu esencia, tu estado natural y, por ello, cuando algo se interpone, la oscurece, y sufres por miedo a perderla. Te sientes mal, porque ansías aquello que eres. Es el apego a las cosas que crees que te proporcionan felicidad lo que te hace sufrir. No has de apegarte a ninguna cosa, ni a ninguna persona, ni aun a tu madre, porque el apego es miedo, y el miedo es un impedimento para amar. El responsable de tus enfados eres tú, pues aunque el otro haya provocado el conflicto, el apego y no el conflicto es lo que te hace sufrir. Es el miedo a la imagen que el otro haya podido hacer de ti, miedo a perder su amor, miedo a tener que reconocer que es una imagen la que dices amar, y miedo a que la imagen de ti, la que tú sueñas que él tenga de ti, se rompa. Todo tiempo es un impedimento para que al amor surja. Y el miedo no es algo innato sino aprendido. El miedo es provocado por lo que no existe. Tienes miedo porque te sientes amenazado por algo que ha registrado la memoria. Todo hecho que has vivido con angustias, por unas ideas que te metieron, queda registrado dentro de ti, y sale como alarma en cada situación que te lo recuerda. No es la nueva situación la que le llena de inseguridad, sino el recuerdo de otras situaciones que te contaron o que has vivido anteriormente con una angustia que no has sabido resolver. Si despiertas a esto, y puedes observarlo claramente, recordando su origen, el miedo no se volverá a producir, porque eliminarás el recuerdo.
 Anthony de Mello

miércoles, 18 de julio de 2012

ENTREVISTA A LAURENCE FREEMAN




COMUNIDAD MUNDIAL PARA LA MEDITACIÓN CRISTIANA

"Tu bienestar depende de cómo prestas atención".


(Entrevista realizada por Ima Sanchís a Laurence Freeman,
director de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana,
en “La Contra” de La Vanguardia, 27 junio 2012).


Soy británico medio irlandés. Me licencié en Literatura Inglesa en Oxford y de Teología en Canadá. Soy monje benedictino. Una sociedad justa y civilizada se mide en cómo cuida a los marginales, los pobres y los vulnerables. Creo que el ser humano es una manifestación de lo divino”.


Hace un frío que pela, pero los pajaritos cantan en el claustro de la Casa d'Exercicis Sant Ignasi-Sarrià, donde se dispone a ofrecer un retiro de meditación a los alumnos que lo deseen. Freeman, en mangas de camisa, me descubre los orígenes de la meditación cristiana, que se dedica a esparcir por el mundo. Su congregación, Monte Oliveto, está en más de cien países; su impulsor -junto con John Main, su maestro espiritual, ya fallecido- es un hombre inquieto que buscó conocerse a sí mismo tras trabajar en la banca y el periodismo y recorrer Europa en busca de sentido; por eso está convencido de que el mejor regalo que les podemos hacer a los niños y a los jóvenes es la herramienta de la meditación.
Usted no iba para monje.

Yo era un estudiante de Literatura Inglesa que quería ser un escritor famoso.

¿Quería triunfar?

Sí, y pensé que debía comenzar por una carrera académica, pero acabó asfixiándome y me pasé a la banca.

¿De la literatura a la banca?

Hice lo que recomendaban los Monty Python: algo completamente diferente. Quería averiguar cómo se hace el dinero.

¿Y qué descubrió?

Que el placer que da el dinero es muy estéril pero puede ser adictivo, y que muchas personas se quedan atrapadas en un trabajo del que no disfrutan. Cuando le dije a mi jefe que me iba porque quería ser escritor, me dijo con tristeza: "Ojalá hubiera hecho lo mismo". Después me retiré seis meses a un monasterio para aprender a meditar.

¿Por qué lo hizo?

Me sentía muy perdido, necesitaba conocerme más a mí mismo. Terminado el retiro me dije: "Muy bien, ya he aprendido a meditar, ya puedo irme a conquistar el mundo".

¿Lo conquistó?

Había perdido mi ambición mundana, y fue un shock, porque solemos encontrar significado en lo que vamos a conseguir.

Se quedó sin zanahoria.

La alternativa era el monasterio, pero no lo veía claro. Decidí recorrer Europa y por el camino comprendí que mi resistencia era la imagen que tenía del monasterio: no era un lugar hermoso, ni romántico, ni dramático. Hasta que comprendí que ser monje consistía en comprometerme con la libertad.

¿Enclaustrado en un monasterio, prometiendo obediencia y evitando alegrías?

El monasterio que usted describe es un lugar endemoniado, como un banco sin dinero. Se trata de vivir la vida ordinaria con una intensidad extraordinaria. El resultado es la trascendencia del ego, librarte de los miedos, y eso es lo que te da la libertad, y en la libertad está la alegría.

El deseo es nuestra gasolina.

"¿Qué estáis buscando?", les dice Jesús a los discípulos que le siguen. Esa es la gran pregunta. El sufrimiento surge por el conflicto de deseos, no sabemos lo que realmente queremos. La meditación nos ayuda.

¿Y qué queremos?

Hallar nuestro yo verdadero. El bienestar esta íntimamente conectado a nuestra manera de prestar atención a las otras personas para poder verlas tal cual son, sin proyectar nuestros propios deseos y miedos sobre ellas. El siguiente nivel de conocimiento es descubrir que cuando prestamos atención de esa forma estamos amando. Es sencillo.

¿...?

Vivimos en una sociedad con unos valores materiales excesivos, ya no interiorizamos los valores espirituales, y eso crea personas indefensas y heridas. Enseñar a meditar a los niños, a poner atención, es lo más importante que podemos hacer.

Pensaba que la meditación era una tradición oriental.

Jesús era un maestro de la contemplación, no nos da reglas sobre la oración, simplemente nos dice: entra en tu habitación interior, cierra la puerta y reza a Dios, que está en ese lugar secreto; no pienses, abandona tus preocupaciones, pon atención plena.

¿Todo esto lo decía Jesús?

Sí. Su enseñanza es mística. Hay que distinguir entre espiritualidad y religión. La espiritualidad es el interior de la experiencia, y la religión es el sistema de símbolos que nos ayuda a desarrollar esta experiencia.

O a cortarla en seco.

Cierto, porque la religión sin espiritualidad se convierte en diabólica: en ese terreno están los fundamentalistas.

¿Dialoga mucho con el Dalái Lama?

Sí, y he aprendido que el diálogo no es solamente compartir ideas, sino también intentar ver desde el punto de vista del otro.

Por el contrario, a la Iglesia católica el Dalai Lama ni la prohíbe ni la condena.

El Dalai Lama es un individuo extraordinario. La Iglesia es una estructura de estructuras y siempre ha tenido tensiones, y creo que va a pasar por un periodo traumático.

¿Por qué lo dice?

Es muy difícil guiar una institución como esa en un momento de crisis. El propia Dalai Lama dice que al haber sido expulsado del Tíbet ha dejado de ser un prisionero de su propia institución. La Iglesia es humana, y su pecado a lo largo de la historia ha sido dejarse llevar por la tentación de poder.

¿Cómo se arregla eso?

Podemos minimizar ese proceso restaurando la dimensión contemplativa de la Iglesia. Creo que a través de la muerte y la resurrección, la Iglesia que conocemos dará paso a una más pequeña, más contemplativa.

¿Qué es la contemplación?

El simple gozo de la verdad, decía Tomás de Aquino.

Hay muchas verdades.

La verdad es lo que incluye todo, y por eso siempre está en expansión, es imposible estar en la verdad y tener prejuicios. Otra forma de contemplar es estar en el momento presente. El presente no es algo cronológico, es lo que contiene al tiempo.

Parece usted un budista.

Hay un único Dios y todos participamos de esa realidad. La meditación nos ayuda a abrirnos a este terreno común. Si perdemos la experiencia de unidad, la diversidad se convierte en división, y la división es lo que lleva a la violencia.

FUERTES RAICES




Tiempo atrás, tuve un vecino cuyo "hobby" era plantar árboles en el enorme terreno de su casa.  Algunas veces observaba desde mi ventana  el esfuerzo para plantar árboles y más árboles todos los días.  Entretanto, lo que más me llamaba la atención era el hecho de que él jamás regaba los árboles nuevos que plantaba.
Noté después de un tiempo que sus árboles estaban demorando mucho en crecer.  Cierto día, decidí acercarme a él y le pregunté si él no tenía recelo de que los árboles no crecieran, pues percibía que él nunca los regaba.  Fue entonces cuando con un aire orgulloso, me describió su fantástica teoría.  Me dijo que si regase sus plantas, las raíces se acomodarían a la superficie y quedarían siempre esperando por el agua más fácil venida de encima.  Como él no las regaba, los árboles demorarían más en crecer, porque sus raíces tenderían a migrar para el fondo, en búsqueda del agua y de las variadas fuentes nutrientes encontradas en las capas más inferiores del suelo.  Esa fue la charla que tuve con aquel vecino mío.  Después me fui a vivir a otro país, y nunca más lo volví a ver.
Varios años más tarde, al retornar del exterior, fui a dar una mirada a mi antigua residencia.  Al aproximarme, noté un bosque que antes no había.  ¡Mi antiguo vecino había realizado su sueño!  Lo curioso es que aquel era un día de un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle estaban arqueados, como si no estuviesen resistiendo el rigor del invierno.  Mientras tanto, al aproximarme a la casa del que había sido mi vecino,  noté cómo sus árboles estaban sólidos, prácticamente no se movían, resistiendo implacablemente aquella ventolera.
Efecto curioso, pensé yo... Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, habiendo sido privados del agua, parecían haberlos beneficiado, como si hubiesen recibido el mejor de los tratamientos.
Todas las noches, antes de irme a acostar, doy siempre una mirada a mis hijos me inclino sobre sus camas y observo cómo han crecido.  Frecuentemente oro por ellos.  La mayoría de las veces, pido para que sus vidas sean fáciles.  “Dios mío, libra a mis hijos de todas las dificultades y agresiones de este mundo”.  He pensado que es hora de cambiar mis plegarias.  Este cambio tiene que ver con el hecho de que es inevitable que los vientos helados y fuertes no alcancen a nuestros hijos.  Sé que ellos encontrarán innumerables problemas, y ahora me doy cuenta de que mis oraciones para que las dificultades no ocurran,  han sido demasiado ingenuas... pues siempre habrá una tempestad ocurriendo en algún lugar.  Al contrario de lo que había hecho, ahora pediré que mis hijos crezcan con raíces profundas, de tal forma que puedan sacar energía de las mejores fuentes -de las más divinas- que se encuentran en los lugares más remotos.
Oramos demasiado para no tener dificultades,  pero lo que necesitamos hacer es pedir para desarrollar raíces fuertes y profundas, de tal manera que, cuando las tempestades lleguen y los vientos helados soplen, resistamos con valor y no seamos dominados.

viernes, 13 de julio de 2012

UN ADELANTO DEL CIELO





Ocurrió durante un mes de voluntariado en las vacaciones de verano.  Cuando llegamos a Nairobi (Kenya), nos preguntábamos cómo nosotros, inexpertos universitarios, podríamos ayudar en aquella África sucia, polvorienta y calurosa.  Quizá arreglando tejados, pero no teníamos experiencia en construcción.  Quizá pintando un colegio, pero no sabíamos de pintura.
Lo que sí teníamos claro era nuestra intención de darnos totalmente a los demás. Sin embargo, recibiríamos mucho más de lo que logramos dar: tuvimos la suerte de entrar en contacto con el Tercer Mundo, a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad en Nairobi.
Todos entramos en aquella casucha, un tugurio sin muebles, con poca luz. Contrastaban las hamacas llenas de niños enfermos y lloriqueando con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad, que rebosaban alegría.
Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación.  Nunca había visto nada así. Mis compañeros universitarios se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia.  Una hermana me preguntó en inglés:

- ¿Has venido a mirar o quieres ayudar?

Sorprendido por tan directa pregunta y en estado de sopor, balbuceé:

- A ayudar…

- ¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora?

Lloraba desconsoladamente, pero sin fuerza.

- Sí, ése (le dije señalándolo).

- Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer.

Lo noté con una fiebre altísima.  El niño tendría un par de años.

- Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas…

- No entiendo… -me excusé.

- Que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera.

Y me dejó con el niño. Le canté, lo besé, lo arrullé… dejó de llorar, me sonrió, se durmió.  Al cabo de un rato, busqué llorando a la hermana:

- Hermana: no respira.

La monja certificó su muerte:

- Ha muerto en tus brazos.  Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad.

Entonces entendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos. Mi viaje a Kenya supuso un antes y un después en mi vida. Ahora sé que todos tenemos “Kenyas” a nuestro alrededor para dar amor cada día.