Aquel velo del Templo, del sancta sanctorum, que se rasgó por la irrupción de la muerte de Jesús y que separaba lo sagrado de lo profano, el lugar de encuentro del lugar de exilio, se fue retejiendo poco a poco a través de los siglos. Las puertas de la Iglesia, protectoras e incomunicadoras, quedaron definitivamente cerradas, definiendo claramente un dentro y un fuera, un refugio y una intemperie, un lugar de salvación probable y un lugar de condena indudable.
Pero nuevamente esas puertas se abrieron: entraron nuevos aires dentro de la Iglesia, y salieron de ella gentes en busca de otras huellas del Creador. El velo del Templo volvió a rasgarse para dejar fluir esa Gracia condensada dentro.
Esto es, en mi opinión, la gran riqueza fundamental del Vaticano II, la revolución que supuso el Concilio.
¿Y esto qué supone en lo que respecta al diálogo interreligioso? Es fácil de adivinar. A Dios no solo se le encuentra dentro sino también fuera. Por tanto, el cristianismo no tiene la exclusividad en el acceso a Dios, pues también pasó “por esos sotos” de las otras religiones “con presura”, y también a ellas “vestidas las dejó de su hermosura” (parafraseando a San Juan de la Cruz).
En el Concilio de Florencia (1442) se había dicho: (Este Concilio) “Firmemente cree, predica y profesa que nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos, sino también judíos, herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles”.
Y ahora sin embargo, en el Vaticano II, se afirma que la gracia actúa en todos los hombres de buena voluntad de manera invisible, y que “el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual”. (G.S. 22)
¡Celebremos los nuevos aires que trajo el Concilio!
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