Miles de peregrinos se dirigían hacia un
santuario. Un caballero, apostado cerca
del camino, los observaba. De pronto, vio a un hombre extraño, feo y vulgar.
Detuvo al hombre y le preguntó:
- ¡Eh!, ¿quién eres? No pareces ser peregrino...
- Señor, ¿cómo puedes verme? Nadie debería darse cuenta de que estoy aquí.
- Eso no importa. El hecho de que esté
interrogándote significa que puedo verte. Así, pues, dime: ¿quién eres?
- Soy el Mensajero de la Muerte.
- ¿Hacia dónde te diriges?
- Voy al lugar sagrado de peregrinaje.
- Oh, ¿y piensas adorar a Dios allí?
- No, señor, ésa no es mi ocupación. Voy
allí a realizar mi trabajo.
- ¿Cuál es tu trabajo?
- Dios me ha enviado para quitar algunas vidas.
Algunas personas deben dejar sus cuerpos, y la peregrinación es una buena
oportunidad para hacerlo. Dadas las malas condiciones, seguramente la gente
contraerá enfermedades con facilidad.
- Entonces ¿qué harás?
- Pues sembraré el cólera.
- ¿A cuántos matarás?
- Me han asignado llevarme a cuatrocientas
cincuenta personas.
- Bien, si Dios te dijo que lo hicieras,
hazlo.
Entonces, la extraña criatura continuó su
camino. Luego de que hubo terminado la celebración sagrada, todos los
peregrinos volvieron por el mismo camino. Nuevamente el caballero se hallaba a
la vera del camino, observando a los que por allí pasaban. Les preguntó a
algunos de ellos:
- ¿Cómo fue todo?
- Todo salió bien -respondieron-, pero,
desgraciadamente, sobrevino el cólera y acabó con las vidas de muchos.
- ¡Oh! ¿Cuánta gente murió?
- Alrededor de mil quinientas personas.
- ¿Tantas?
- De eso puede estar seguro.
El caballero pensó que él mismo podría
esperar a que pasara el Mensajero de la Muerte y preguntarle qué tenía que
decir. Cuando finalmente lo vio, le dijo:
- ¡Deténgase! ¿Es usted el mismo hombre
que vi en camino al santuario sagrado?
- Sí, señor.
- ¿No me dijo Usted que iba a la
peregrinación a llevarse cuatrocientas cincuenta vidas?
- Sí, así le dije.
- Pero, ¿sabe cuántas murieron?
- Sí, mil quinientas.
- ¿Cómo pudo hacer eso? ¡Solamente debía
llevarse a cuatrocientas cincuenta!
- Señor, sólo hice mi trabajo. Me llevé a
cuatrocientos cincuenta.
- Entonces, ¿cómo murieron las demás?
- Murieron de miedo.
"Dejarse vencer por el pesimismo es apagar la luz de la
esperanza"
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