Juan Manuel de Prada
Corrupción
Los casos de corrupción política que nos han sacudido últimamente han generado un comprensible clima de indignación y hartazgo.
Resulta, en verdad, lacerante que, mientras se reclaman sacrificios y
privaciones ímprobas al común de las gentes, nuestros políticos se
dediquen a llevárselo crudo tan ricamente. Sin embargo, cuando se
analizan las causas de la corrupción se hace omisión de una realidad
humana y teológica de evidencia incontestable, sobre la que se
sustentaba la moral clásica, que es la existencia del pecado original. Hoy
esta realidad humana y teológica de evidencia incontestable se niega
desde dos posturas en apariencia antitéticas, pero íntimamente
coincidentes: por un lado, se afirma que el hombre es bueno por
naturaleza y que le basta dejarse conducir por su naturaleza para
comportarse con rectitud; por otro, se sostiene que la naturaleza humana
está irremisiblemente corrompida y que al hombre no le queda otro
remedio sino sobrevivir como una alimaña en medio de alimañas. Ambas
visiones antropológicas -una de un optimismo quimérico, la otra de un
pesimismo aciago- coinciden sin embargo en exaltar la autonomía humana.
Durante siglos se reconoció que el hombre, aunque llamado al bien, estaba dañado por el mal; y para que la vocación humana hacia el bien triunfase se apelaba a la ayuda divina y se establecieron normas morales que la facilitaban. Así, por ejemplo, la moral clásica exhortaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, en la convicción de que un pobre tenía más probabilidades de salvarse que un rico, según leemos en el Evangelio. Pero hubo un momento en la historia en que tal moral se subvirtió; y con la subversión de esa moral se originó una nueva concepción antropológica y ontológica. Tal subversión no hubiese sido posible sin el oscurecimiento del concepto de 'pecado original'; y, una vez oscurecido tal concepto, las normas morales que lo apuntalaban se tornaron ininteligibles o superfluas. Si el hombre no estaba dañado por el mal, dejaba de entenderse la exhortación a la pobreza; pues, dedicándose a la obtención de riquezas, el hombre se 'realizaría' más plenamente.
Por supuesto, hombres avariciosos que han hecho del enriquecimiento material el propósito único de su existencia ha habido siempre. Pero esta subversión moral de la que hablo -cuyo origen debe buscarse en el calvinismo- postulaba que la prosperidad material era un signo de salvación, y un medio de justificación de la propia existencia. Pronto, esta nueva moral del dinero se haría doctrina política y económica, de tal modo que los hombres llegaron a confundir sus ansiedades espirituales con el deseo de saciar sus apetitos materiales. Nace así una nueva concepción del hombre, el Homo oeconomicus, el ser humano considerado como sujeto de producción y consumo, entregado a la búsqueda de bienes en esta vida. El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica profunda; o, si se prefiere, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios. Y, como ocurre con todos los sucedáneos religiosos, el capitalismo instauró una ética propia, un conjunto de normas morales que facilitasen el acceso a su sucedáneo divino; en este caso, una ética materialista en la que el universo entero -derrumbado ya el valor de la Creación- se convirtiese en la materia prima para la acumulación de riquezas.
Naturalmente, esta ética materialista se disfrazó con máscaras diversas que resultasen menos descarnadamente impías: así, en el seno del capitalismo se desarrollaron una 'ética del trabajo', una 'ética de la función pública', etcétera; pero eran éticas instrumentales, solo vigentes mientras facilitasen el acceso a la riqueza, símbolo único de salvación. Y así llegamos a la tragedia a la que se enfrenta el político de nuestra época: mientras su cargo le garantice el acceso a la riqueza, se abstendrá de conductas corruptas; pero cuando tal cargo se lo dificulte, recurrirá a la corrupción, pues nunca una ética instrumental puede impedir la salvación del hombre, que ahora se cifra en el dinero. En el fondo, lo que nuestra época demanda al político es un imposible ontológico: por un lado, se pretende que garantice la legalidad de todas las conductas que aseguran la acumulación de riquezas (desde la usura a la ingeniería financiera); por otro lado, se pretende que no participe de los beneficios de tales conductas. Y el político, incapaz de soportar esta nueva condena de Tántalo, se corrompe, inevitablemente.
Durante siglos se reconoció que el hombre, aunque llamado al bien, estaba dañado por el mal; y para que la vocación humana hacia el bien triunfase se apelaba a la ayuda divina y se establecieron normas morales que la facilitaban. Así, por ejemplo, la moral clásica exhortaba a la pobreza y al repudio de los bienes materiales, en la convicción de que un pobre tenía más probabilidades de salvarse que un rico, según leemos en el Evangelio. Pero hubo un momento en la historia en que tal moral se subvirtió; y con la subversión de esa moral se originó una nueva concepción antropológica y ontológica. Tal subversión no hubiese sido posible sin el oscurecimiento del concepto de 'pecado original'; y, una vez oscurecido tal concepto, las normas morales que lo apuntalaban se tornaron ininteligibles o superfluas. Si el hombre no estaba dañado por el mal, dejaba de entenderse la exhortación a la pobreza; pues, dedicándose a la obtención de riquezas, el hombre se 'realizaría' más plenamente.
Por supuesto, hombres avariciosos que han hecho del enriquecimiento material el propósito único de su existencia ha habido siempre. Pero esta subversión moral de la que hablo -cuyo origen debe buscarse en el calvinismo- postulaba que la prosperidad material era un signo de salvación, y un medio de justificación de la propia existencia. Pronto, esta nueva moral del dinero se haría doctrina política y económica, de tal modo que los hombres llegaron a confundir sus ansiedades espirituales con el deseo de saciar sus apetitos materiales. Nace así una nueva concepción del hombre, el Homo oeconomicus, el ser humano considerado como sujeto de producción y consumo, entregado a la búsqueda de bienes en esta vida. El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica profunda; o, si se prefiere, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios. Y, como ocurre con todos los sucedáneos religiosos, el capitalismo instauró una ética propia, un conjunto de normas morales que facilitasen el acceso a su sucedáneo divino; en este caso, una ética materialista en la que el universo entero -derrumbado ya el valor de la Creación- se convirtiese en la materia prima para la acumulación de riquezas.
Naturalmente, esta ética materialista se disfrazó con máscaras diversas que resultasen menos descarnadamente impías: así, en el seno del capitalismo se desarrollaron una 'ética del trabajo', una 'ética de la función pública', etcétera; pero eran éticas instrumentales, solo vigentes mientras facilitasen el acceso a la riqueza, símbolo único de salvación. Y así llegamos a la tragedia a la que se enfrenta el político de nuestra época: mientras su cargo le garantice el acceso a la riqueza, se abstendrá de conductas corruptas; pero cuando tal cargo se lo dificulte, recurrirá a la corrupción, pues nunca una ética instrumental puede impedir la salvación del hombre, que ahora se cifra en el dinero. En el fondo, lo que nuestra época demanda al político es un imposible ontológico: por un lado, se pretende que garantice la legalidad de todas las conductas que aseguran la acumulación de riquezas (desde la usura a la ingeniería financiera); por otro lado, se pretende que no participe de los beneficios de tales conductas. Y el político, incapaz de soportar esta nueva condena de Tántalo, se corrompe, inevitablemente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario