Podría ser el título de una
novela, al estilo del código Da Vinci u otros best seller con
ingredientes comunes: escenario, ciudad del Vaticano. Personajes turbios
con secretos inconfesables. Una lucha por el poder en la que puños de
hierro en guante de seda reparten mandobles utilizando para ello a los
medios de comunicación. Cardenales que se posicionan para una futura
sucesión. Un Papa bueno e
íntegro, rodeado por conspiradores que, convencidos de tener la verdad
de su parte, y pretendiendo defender así a la Iglesia, mueven fichas
sobre un tablero invisible. Filtraciones. Documentos robados.Y un nombre
sonoro para dar carnaza a los medios: “Vatileaks”.
¿Cuánto habrá de verdad y cuánto de
amarillismo? ¿En qué quedará toda esta historia? ¿Otro jugoso bocado
para que muerdan con saña los que pasan de la Iglesia? ¿Un episodio más
de esta historia compleja de una Iglesia que es santa y pecadora, y
donde lo más sublime a veces puede ir de la mano con lo más rastrero?
Como siempre, volver a las fuentes
–el evangelio, cuando nos recuerda aquello de que «los jefes deben
servir» (Mc 10,42ss)- es el mejor antídoto contra tanta mala baba. Y una
constatación: la Iglesia es mucho mayor que las vanidades e intrigas,
las miserias y flaquezas que, a menudo, a todos nos asaltan.
Afortunadamente, en el corazón del evangelio, y en el de tantos
creyentes, late una convicción: Jesús es el maestro. Y a su manera, con
las manos desnudas, desde un amor compasivo, concreto, real y
aterrizado, la luz brillará en medio de tanta bruma y tanto secreto.
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