| El teólogo ortodoxo
Paul Evdokimov nace en San Petersburgo (Rusia). Se educa en un ambiente religioso, lleno de valores cristianos en su ciudad natal, hasta que hubo de emigrar con su familia, por motivos políticos: la revolución bolchevique de 1917.
Su vida de juventud se desarrolla entre los estudios y el conocimiento cada vez mayor del hecho religioso. Se gradúa en la Escuela Militar, a la vez que cursa estudios de Teología en la Escuela Superior de Teología de Kiev. Siendo un alumno aventajado en el currículum teológico, acabará sus estudios en el Instituto de Teología San Sergio de París (1928).
Precisamente aquí, en este Instituto, es donde nuestro pensador ruso se forjó como uno de los intelectuales ortodoxos más sobresalientes del siglo XX. Fue discípulo de Sergéi Bulgákov y del obispo Casiano. Llegó a ser, después de la II Guerra Mundial, profesor del Instituto en las materias de Patrística y Teología sistemática.
Pero su dedicación a los estudios no acaba con la Teología. En 1942 Evdokimov se doctora en Filosofía por la Universidad de Aix-en-Provence (Francia), ampliando sus conocimientos sobre el saber humano, que puso al servicio de la comunidad universitaria durante toda su vida. De ahí que en 1954 fuese nombrado profesor de Teología Moral en el Instituto ruso-ortodoxo San Sergio, y se le otorgara, por el propio Instituto, el doctorado en Teología (1962).
De entre sus obras podemos destacar: Dostoievski y el problema del mal (1942); El matrimonio, sacramento del amor (1944); Ortodoxia (1959); Gogol y Dostoievski en el Descenso a los Infiernos (1961); El Sacramento del Amor (1962); La oración de la Iglesia (1966).
Su pensamiento y estilo
El cristianismo de Evdokimov nace de la experiencia de fe nutrida en la Iglesia Ortodoxa. Interpreta la tradición oriental a la luz de la occidental, creando así un puente necesario entre ambas culturas.
Su pensamiento emerge de su experiencia. Vida y obras van unidas y encaminadas hacia un mismo ideal: la reflexión y la contemplación de la religión ortodoxa. En él encontramos al monje y al asceta, al poeta y al filósofo, al escritor y al teólogo. Más allá de la aridez cientifista de muchos pensadores del siglo XX, Evdokimov nos enseña el arte de ver la existencia humana desde los ojos de la contemplación.
Su estilo poético no choca con la realidad. No trata de evadirse de los problemas mundanos para acceder a un mundo de ensueño y mágico. Más bien trata de plantar cara a los problemas existenciales desde un lado más espiritual y pleno. Con su lenguaje poético, el pensador ruso manifiesta al lector la presencia de un Dios-Amor revelado que nos saca de la rutina diaria.
Su lenguaje claro y conciso nos transmite esperanza. La esperanza de la victoria de Cristo, el Resucitado, sobre el mal y el dolor (cf. El Sacramento del Amor, 1962). En este pensador ruso encontramos las claves de lectura sobre la esperanza cristiana. Con esta experiencia de confianza en el Resucitado, Evdokimov desea transformar al hombre y al mundo entero.
El tesoro del cristianismo
Muchos, hoy día, consideran que el cristianismo ya ha pasado a la historia. Creen que ya no es capaz de llenar los sentimientos más profundos del hombre contemporáneo. Las ciencias empíricas, la técnica y el subjetivismo se proclaman como los nuevos libertadores del hombre del siglo XXI.
Pese a todo, hay un pensador sencillo que nos muestra la riqueza del cristianismo. En un mundo de revoluciones y de guerras mundiales, nuestro teólogo ortodoxo afirma enérgicamente la victoria de Cristo y de la fe. El cristianismo aparece, pues, no como una religión retrotraída al glorioso pasado "medieval", sino como un proyecto de futuro.
Formada por comunidades vivas, la Iglesia se presenta ante el mundo como una institución solidaria, ofreciendo esperanza, ayuda socio-educativa y razones para seguir viviendo.
Una teología más humana
El pensamiento teológico de Evdokimov gravita sobre tres ejes: humanismo, ascesis y arquetipo. En efecto, encontramos en el pensador ruso un vivo humanismo cristiano, donde convierte su teología, no en algo especulativo, sino en una búsqueda insaciable de la verdad sobre Dios y el hombre. Búsqueda que finaliza en la posibilidad del hombre y la mujer de participar en la gloria de Dios. Mediante la experiencia de fe podemos pasar de la miseria humana a la felicidad plena de la verdad (sobornost), dependiendo ello de de cada uno de nosotros.
La ascesis se entiende en Evdokimov como la vía del conocimiento divino por medio del ejercicio de la voluntad humana. Gracias a la vida ascética, el cristiano se convierte en un monje en el mundo moderno. Su visión vertical le salva de la rutina y el adocenamiento existencial (cf. Las edades de la vida espiritual, 1964).
El cristiano asceta responde vivamente al ateísmo de nuestro tiempo. El ser humano se encuentra consigo mismo, con la ascesis de sus facultades. De este modo se halla capacitado para luchar contra el mal que le envuelve, en profunda compenetración (kolouteia) con el bien. Así, el pecador será, para Evdokimov, la persona que todavía no ha descubierto la plenitud vital de la fe cristiana. La fe debe tocar la existencia humana, ésta debe ser impregnada por el Espíritu Santo.
El arquetipo de la vida cristiana, sin duda alguna, es Cristo. Evdokimov ve la necesidad de que el cristiano descubra el misterio de la naturaleza humana. Esta naturaleza, dignificada con la presencia de Cristo, hace que el ser humano posea a Cristo como verdadero y único arquetipo de su vida (cf. Las edades de la vida espiritual).
Frente a las filosofías mecanicistas modernas, que atomizan y destruyen la unidad del ser humano, Evdokimov está convencido de que el hombre actual, especialmente el joven, debe vivir de cara al arquetipo Cristo. Sin Él la vida es impersonal, vacía y árida repetición de acontecimientos sin sentido alguno.
Su personalismo ortodoxo
Podemos catalogar a Evdokimov como el personalista ortodoxo por excelencia del siglo XX. Su preocupación por la persona humana se hace patente a lo largo de sus escritos. Expone la tradición oriental humanística acerca del hombre, presenta a éste como ser psicológico. Dota a la teología moderna de los datos de la ciencia psicológica (especialmente de C.G. Jung).
Sin lugar a dudas, la construcción del hombre moderno no debe aislarse de la religión. Nuestro pensador ruso es consciente de la fuerza de la voluntad humana a la hora de decidir su destino. El hombre, según Evdokimov, está llamado a construir su futuro desde el pensamiento vertical y divino.
Por ello, nos transmite la esperanza de que todavía no hay nada perdido, sustentados en la victoria divina de la Resurrección. Y, apoyándose en las palabras de Zossyma, de Los hermanos Karamazov, Dostoievski afirma: "El infierno y el paraíso no son una indemnización, un castigo o un premio, sino calificaciones de la vida que el hombre mismo crea y con la que prepara su destino". |
martes, 23 de noviembre de 2010
PAUL EVDOKIMOV
lunes, 22 de noviembre de 2010
FABULA DEL PUERCO ESPIN
La fábula del puerco espín
Durante la Edad de Hielo, muchos animales murieron a causa del frío.
Los puercoespín dándose cuenta de la situación, decidieron unirse en grupos. De esa manera se abrigarían y protegerían entre sí, pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más cercanos, los que justo ofrecían más calor. Por lo tanto decidieron alejarse unos de otros y empezaron a morir congelados.
Así que tuvieron que hacer una elección, o aceptaban las espinas de sus compañeros o desaparecían de la Tierra. Con sabiduría, decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que la relación con una persona muy cercana puede ocasionar, ya que lo más importante es el calor del otro.
De esa forma pudieron sobrevivir.
Moraleja de la historia
La mejor relación no es aquella que une a personas perfectas, sino aquella en que cada individuo aprende a vivir con los defectos de los demás y admirar sus cualidades.
martes, 16 de noviembre de 2010
LOS DOCE GRADOS DEL SILENCIO
12° Silencio con Dios
EL ICONO. TEOLOGIA DE LA PRESENCIA
«El Icono, Teología de la Presencia»
Paul Evdokimov- (1901-1970)
Para el Oriente, el icono es uno de los sacramentales, el de la presencia personal. Las Vísperas de la fiesta de Nuestra Señora de Vladimir lo subrayan:
Contemplando el icono, dices con fuerza: «mi gracia y mi fuerza están con esta imagen.»
Por eso, se exige la intercesión de un presbítero y el ritual de consagración para instituir el icono en su función litúrgica y, por lo tanto, en su ministerio teofánico. Una imagen que el presbítero verificó en su corrección dogmática, su conformidad con la Tradición y el nivel aceptable de expresión artística, se convierte, por la respuesta divina durante la Epiclesis del rito, en «icono milagroso.» «Milagroso» quiere decir exactamente cargado de presencia y testigo indudable de esa presencia; canal de la gracia con virtud santificante.
El VII Concilio Ecuménico (Nicea II, 787) declara:
«Sea por la contemplación de la Palabra de Dios, sea por la representación del Icono, tenemos la Memoria de todos los prototipos (los santos) y somos introducidos en su presencia».
El Concilio de 860 afirma: "Lo que el Evangelio nos dice por la Palabra, el Icono nos lo anuncia por los colores y nos lo hace presente".
San Juan Damasceno dice:
«Cuando mis pensamientos me atormentan y me impiden gustar la lectura, voy a la iglesia. Mi vista es cautivada (por el icono) y mi alma da gracias a Dios. Contemplo la valentía del mártir, su ardor me inflama. Me prosterno para adorar al Señor y rezarle por la intercesión del mártir.»
El Icono testimonia la presencia de la persona del santo y su ministerio de intercesión y de comunión.
El Icono es una simple tabla de madera, mas funda todo su valor teofánico en su participación de la santidad divina: no encierra nada en si mismo, mas se convierte en una realidad de irradiación. La ausencia de volumen excluye toda materialización. El Icono transmite una presencia energética que no está localizada ni encerrada, sino que irradia alrededor de su punto de condensación.
Esta teología litúrgica de la presencia, afirmada en el rito de la consagración, distingue netamente el Icono de un cuadro de tema religioso y traza la línea divisoria entre ambos. Se puede decir que toda obra puramente estética abre un tríptico en el que el artista, la obra y el espectador forman las hojas. El artista realiza su obra, explota todo el teclado de su genio y suscita una emoción admirativa en el alma del espectador. El conjunto queda cerrado en ese triángulo del inmanentismo estético. Y aun si la emoción pasa al sentimiento religioso, éste proviene sólo de la capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo. Una obra de arte debe ser mirada, y encanta el alma; emocionante y admirable en sus puntos culminantes, no tiene función litúrgica. En cambio, el arte sagrado del Icono trasciende el plano emotivo que actúa por la sensibilidad. Una cierta sequedad hierática y el despojamiento ascético de la factura lo oponen a todo lo que es suave y blando, a toda ornamentación y placer propiamente artísticos.
Por esta función litúrgica, el Icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo; suscita no la emoción sino el sentido místico, el mysterium tremendum, ante el advenimiento de un cuarto principio con respecto al triángulo: la presencia de lo Trascendente cuya presencia atestigua. El artista desaparece detrás de la Tradición que habla, y por eso, los Iconos casi nunca están firmados; la obra de arte se convierte en una teofanía; todo espectador que busca un espectáculo se encuentra aquí fuera de lugar; el hombre, atravesado por una revelación fulgurante, se prosterna en un acto de adoración y de plegaria.
En Occidente, en cambio, el Concilio de Trento subraya, a propósito de las imágenes, el carácter de anamnesis, de memorial, de recuerdo, pero claramente no epifanico, situándose así fuera de la perspectiva sacramental de la presencia. Afirmó todos los dogmas católicos, pero frente a la Reforma evidentemente iconoclasta, dejó de lado el dogma iconográfico, por otra parte ya abandonado por Occidente desde el VII Concilio. Pero es sintomático para la perspectiva iconográfica del misterio que Bernadette, invitada a elegir en un álbum la imagen que se parecía más a su visión, se detuvo sin dudar en un icono bizantino de la Virgen, pintado en el siglo XI.
La primacía del advenimiento teofánico aleja toda composición iconográfica del contexto histórico inmediato, y sólo conserva lo estrictamente necesario para reconocer el acontecimiento o el rostro de un santo a través de sus rasgos purificados por lo celestial. El rostro es natural sin ser naturalista. Por eso es imposible hacer el icono de una persona viva, y toda búsqueda de una semejanza carnal queda excluida. La vista de un iconógrafo pasa por una ascesis, por el «ayuno de los ojos», como dice San Doroteo, a fin de coincidir con la vista de la Iglesia. Forma potente de predicación y expresión de los dogmas, el Icono está sometido a las reglas trascendentes de la visión eclesial.
El Ícono es una presencia de la belleza y de la Gloria luminosa.
EL SACERDOCIO CONYUGAL
«El sacerdocio conyugal»
Traducción del francés de Martín E. Peñalva
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os sacramentos no son solamente signos que confirman las promesas divinas, ni medios para vivificar la fe y la confianza; vehículos de la gracia, ellos son a la vez los instrumentos de la salvación y la salvación misma, al igual que la Iglesia. La distinción entre la institución y el acontecimiento es artificial, pues a lo que se denomina Institución es la anámnesis, mas, litúrgicamente, la anámnesis es siempre epifánica, y es este carácter pneumatóforo el que muestra, en la Iglesia-Institución, a la Iglesia-Acontecimiento perpetuada. Es por eso que inicialmente todo el sacramento era parte orgánica de la liturgia; su integración al misterio eucarístico testimonia del descenso del Espíritu y del don recibido. Así, por el sacramento del matrimonio, los novios antes que todo acceden a la synaxis eucarística en su nueva dignidad eclesial de esposos.
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La materia de los sacramentos no es solamente un signo visible, sino un receptáculo de energías divinas. En el sacramento del matrimonio, la materia es el amor del hombre y la mujer. Según Justiniano “el matrimonio se realiza por el puro amor” (Novela 74, cap. 1), y para san Juan Crisóstomo, “es el amor el que une a los amantes y les une a Dios” (Hom. sobre los Efesios 5, 22-24, PG 62, 141). La “gracia edénica”, de la cual habla Clemente de Alejandría, la gracia del sacramento, transmuta el amor en comunión carismática y lo eleva a la dignidad eclesial del sacerdocio conyugal.
Todo fiel participa del único sacerdocio de Cristo, no por las funciones sagradas (carismas de los sacerdotes y los obispos), sino por su ser santificado. Es en vista de su dignidad ontológicamente sacerdotal que todo bautizado es sellado con dones, ungido del Espíritu en su esencia misma. La sustancia sacerdotal de todo creyente significa ofrecer al Señor en sacrificio la totalidad de su vida y de su ser: hacer de su vida una liturgia. Un laico es sacerdote de su existencia.
Un texto litúrgico del Viernes santo describe el descenso a los infiernos y muestra a Cristo “saliente del infierno como de un palacio nupcial”. Esta imagen es como un llamado dirigido a los esposos a fin de crear una “relación nupcial” con el mundo justamente bajo un aspecto infernal de un lugar de donde Dios está excluido. Mas que nunca el hogar cristiano, pequeña iglesia, es un vínculo viviente entre el templo de Dios y la civilización sin Dios.
La existencia de seres que viven como si estuvieran abandonados por Dios, apela a los carismas de compasión y de socorro. Una nueva espiritualidad recuerda fuertemente al amor humano su vocación del sacerdocio conyugal. El Espíritu hace germinar los carismas de la caridad sacerdotal de los maridos y la ternura maternal de las mujeres, y los abre sobre el mundo, a fin de liberar a todo prójimo y de reintegrarlo con Dios.
El matrimonio-procreación antiguamente era funcional, sometido a los ciclos de generaciones y tenso hacia el advenimiento del Mesías. El matrimonio cristiano es ontológico, es el nacimiento de la “nueva criatura”, a fin de cuidar el corazón de la “mala influencia” (Gregorio de Nisa, De octava, PG 44,609A) del tiempo caido y de saturarlo de eternidad; esjatológico con el monaquismo, es el “misterio del octavo día”.
La renuncia que se juega en estos dos estados vale lo que vale el contenido positivo que el hombre en ello pone: la intensidad de la sed de Dios, de su amor. La ascesis monástica se reencuentra con la ascesis conyugal: “Aquel que ha obtenido el Espíritu y se encuentra purificado... respira la vida divina” (Gregorio de Nisa, De la vida contemplativa).
En el matrimonio, la naturaleza del hombre está sacramentalmente cambiada, como lo está, según otro tipo, en el monje. El más grande parentesco espiritual les une. Las promesas cambiadas por los novios les introducen en cierto modo en un “monaquismo interiorizado”, pues hay allí también una muerte al pasado y un nacimiento a la nueva vida. Por cierto, el rito de la entrada en las órdenes se sirve del simbolismo conyugal (novio, esposo), y el antiguo rito del matrimonio contenía la tonsura monástica que significaba el abandono común de las dos voluntades al Señor. Así, el matrimonio incluye interiormente el estado monástico, y es por eso, según el Padre Serguei Bulgakov, que este estado no es un sacramento. Ellos convergen como dos aspectos de la misma realidad virginal del espíritu humano. La antigua tradición en Rusia concebía el tiempo de noviazgo como un noviciado monástico y los nuevos esposos, después del oficio del matrimonio, partían directamente a un convento a fin de prepararse para entrar en su sacerdocio conyugal. El clima monástico, tan cercano al matrimonio en su espiritualidad, no volvió mas que más nítido el gozo de las nupcias y la inauguración de la iglesia doméstica.
Este no es un camino que como tal puede determinar su elección, sino el sentimiento del llamado, del don y de la vocación personal: “Busquemos el Espíritu Santo... y que cada uno encuentre por sí mismo lo que debe hacer”. “Que cada uno ande según la parte que el Señor le ha dado, según el llamado que ha recibido de Dios”, pues “cada uno tiene de Dios un don particular, unos de una manera, otros de otra” (1 Cor., 7, 7).
Hace falta elevarse hasta las esferas de lo absoluto; una altura no es verdaderamente lograda sino desde otra altura, y la cumbre se hace más alta a medida que uno se eleva sobre una cumbre vecina. La santidad monástica y la santidad conyugal son las dos vertientes del Tabor; de lo uno y de lo otro, el término es el Espíritu Santo. Los que alcanzan la cumbre por una u otra de estas vías entran “en el descanso de Dios, en el gozo del Señor”, y allí, las dos vías, contradictorias para la razón humana, se encuentran interiormente unidas, misteriosamente idénticas.
Fonte:
Extracto del ensayo de Paul Evdokimov titulado «Le sacerdoce conjugal en Le mariage (Églises en dialogue)», París, Mame, 1966. Publicado por Monasterio de la Transfiguración de nuestro Señor Jesucristo
lunes, 15 de noviembre de 2010
De la experiencia estética a la experiencia religiosa.
Paul Evdokimov. El arte del icono.
EL SENTIDO DE LA VIDA (Apuntes)
"...yo afirmo que nosotros no inventamos el sentido de nuestra vida, nosotros lo descubrimos".
Viktor Frankl
1. Hay quienes gustan de hablar sobre el sentido de la vida. Algunos se preguntan angustiosamente sobre el sentido de su vida. Los primeros no suelen tener necesidad de ninguna respuesta, pues, en el fondo, para ellos su vida ya tiene sentido, un sentido tomado del entorno en el que vive, sea bajo la forma de tradición o de mentalidad vigente. Para los segundos, la pregunta nace ya de un suceso que no encaja en lo habitual de sus vidas, que las niega ya del hastío y el aburrimiento que produce una actividad inconexa.
2. Buscar el sentido de algo, dicho sea en general, es buscar aquello a partir de lo cual ese algo resulta comprensible. El sentido es el fondo que hace que aquello que sucede resulte asumible y plenamente racional. Ese fondo da sentido a las cosas y hace que ellas tengan sentido, aunque no sean el sentido.
3. Por ejemplo, puede haber alguien para el que acumular dinero tenga todo el sentido del mundo, sea su anhelo más intenso, el que da unidad a todas sus acciones. Atribuye al dinero el poder de satisfacer cualquier deseo y resolver todos los problemas. Para él el mundo es algo a su disposición que sólo requiere del instrumento adecuado para hacerse con él. Tal vez algunos consideremos equivocada esa orientación, y tal vez el mundo se encargará de hacerle ver las limitaciones de esa visión, pero es desde ese fondo del mundo visto como un mercado en el que él es el único cliente que su vida resulta interpretable.
4. Todo anhelo y toda esperanza descansan sobre una concreta visión de la realidad, no como conclusión de ningún razonamiento, sino como inclusión. El anhelo lleva esa visión incluida. El anhelo, como el deseo o la esperanza, nace del encuentro con algo que saca a uno de sí. Algo real. Puede que sea una ilusión, pero en su momento es tomada como formalmente real. Y lo real no puede ser inventado; no puedo creer como real lo que yo he producido.
5. Sin anhelo o esperanza no hay experiencia de la realidad. La falta de anhelo es falta de realidad, de substancia; es incapacidad para trascenderse. De ahí el vacío que se genera. Este vacío es doble: vacío de realidad y, por falta de oposición, vacío de la propia subjetividad. El conflicto psicológico que genera es resultado de un conflicto noético.
6. Ese conflicto no puede ser resuelto especulativamente por uno solo. Se requiere de otro y salir al mundo. El olvido de uno mismo trae el recuerdo de la realidad otra, la presencia de todo aquello que es más que yo. Y es de ahí de donde puede surgir aquello que me atrae como misión, que me hace verme como destinado a algo que nadie más que yo puede hacer, aquello que, de no hacerlo yo, quedaría sin hacer. Y el mundo ya no sería igual.
7. Por principio, todo ser humano está destinado a una misión tal que solamente el puede hacer. Descubrirla y aceptarla es su reto.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
EL PAN DE CRISTO
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El siguiente es el relato verídico de un hombre llamado Víctor.
Al cabo de meses de encontrarse sin trabajo, se vio obligado a recurrir a la mendicidad para sobrevivir, cosa que detestaba profundamente. Una fría tarde de invierno se encontraba en las inmediaciones de un club privado cuando observó a un hombre y su esposa que entraban al mismo. Víctor le pidió al hombre unas monedas para poder comprarse algo de comer.
–Lo siento, amigo, pero no tengo nada de cambio –replicó éste.
La mujer, que oyó la conversación, preguntó:
–¿Qué quería ese pobre hombre?
–Dinero para una comida. Dijo que tenía hambre –respondió su marido.
–¡Lorenzo, no podemos entrar a comer una comida suntuosa que no necesitamos y dejar a un hombre hambriento aquí afuera!
–¡Hoy en día hay un mendigo en cada esquina! Seguro que quiere el dinero para beber.
–¡Yo tengo un poco de cambio! Le daré algo.
Aunque Víctor estaba de espaldas a ellos, oyó todo lo que dijeron. Avergonzado, quería alejarse corriendo de allí, pero en ese momento oyó la amable voz de la mujer que le decía:
–Aquí tiene unas monedas. Consígase algo de comer. Aunque la situación está difícil, no pierda las esperanzas. En alguna parte hay un empleo para usted. Espero que pronto lo encuentre.
–¡Muchas gracias, señora! Me ha dado usted ocasión de comenzar de nuevo y me ha ayudado a cobrar ánimo. Jamás olvidaré su gentileza.
–Estará usted comiendo el pan de Cristo. Compártalo –dijo ella con una cálida sonrisa dirigida más bien a un hombre que a un mendigo. Víctor sintió como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo.
Encontró un lugar barato donde comer, gastó la mitad de lo que la señora le había dado y resolvió guardar lo que le sobraba para otro día. Comería el pan de Cristo dos días. Una vez más, aquella descarga eléctrica corrió por su interior. ¡El pan de Cristo!
“¡Un momento!”, pensó. “No puedo guardarme el pan de Cristo solamente para mí mismo.” Le parecía estar escuchando el eco de un viejo himno que había aprendido en la escuela dominical. En ese momento pasó a su lado un anciano. “Quizás ese pobre anciano tenga hambre”, pensó. “Tengo que compartir el pan de Cristo.”
–Oiga –exclamó Víctor–. ¿Le gustaría entrar y comerse una buena comida?
El viejo se dio la vuelta y lo miró con descreimiento.
–¿Habla usted en serio, amigo?
El hombre no daba crédito a su buena fortuna hasta que se sentó a una mesa cubierta con un hule y le pusieron delante un plato de guiso caliente. Durante la cena, Víctor notó que el hombre envolvía un pedazo de pan en su servilleta de papel.
–¿Está guardando un poco para mañana? –le preguntó.
–No, no. Es que hay un chico que conozco por donde suelo frecuentar. Lo ha pasado mal últimamente y estaba llorando cuando lo dejé. Tenía hambre. Le voy a llevar el pan.
El pan de Cristo. Recordó nuevamente las palabras de la mujer y tuvo la extraña sensación de que había un tercer Convidado sentado a aquella mesa. A lo lejos las campanas de una iglesia parecían entonar a sus oídos el viejo himno que le había sonado antes en la cabeza. Los dos hombres llevaron el pan al niño hambriento, que comenzó a engullírselo. De golpe se detuvo y llamó a un perro, un perro perdido y asustado.
–Aquí tienes, perrito. Te doy la mitad –dijo el niño.
El pan de Cristo. Alcanzaría también para el hermano cuadrúpedo. “San Francisco de Asís habría hecho lo mismo”, pensó Víctor. El niño había cambiado totalmente de semblante. Se puso de pie y comenzó a vender el periódico con entusiasmo.
–Hasta luego –dijo Víctor al viejo–. En alguna parte hay un empleo para usted. Pronto dará con él. No desespere. ¿Sabe? –su voz se tornó en un susurro–. Esto que hemos comido es el pan de Cristo. Una señora me lo dijo cuando me dio aquellas monedas para comprarlo. ¡El futuro nos deparará algo bueno!
Al alejarse el viejo, Víctor se dio la vuelta y se encontró con el perro que le olfateaba la pierna. Se agachó para acariciarlo y descubrió que tenía un collar que llevaba grabado el nombre del dueño.
Víctor recorrió el largo camino hasta la casa del dueño del perro y llamó a la puerta. Al salir éste y ver que había encontrado a su perro, se puso contentísimo. De golpe la expresión de su rostro se tornó seria. Estaba por reprocharle a Víctor que seguramente había robado el perro para cobrar la recompensa, pero no lo hizo. Víctor ostentaba un cierto aire de dignidad que lo detuvo. En cambio dijo:
–En el periódico vespertino de ayer ofrecí una recompensa. ¡Aquí tiene!
Víctor miró el billete medio aturdido.
–No puedo aceptarlo –dijo quedamente–. Sólo quería hacerle un bien al perro.
–¡Téngalo! Para mí lo que usted hizo vale mucho más que eso. ¿Le interesaría un empleo? Venga a mi oficina mañana. Me hace mucha falta una persona íntegra como usted.
Al volver a emprender Víctor la caminata por la avenida, aquel viejo himno que recordaba de su niñez volvió a sonarle en el alma. Se titulaba Parte el Pan de Vida.