lunes, 28 de diciembre de 2009

Evangelio de Juan 1, 1-18


En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios.

Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho.

En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron.

Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de él y grita diciendo:

¾ Éste es de quien dije: “El que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”.

Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.

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A Dios nadie lo ha visto jamás”. A la mente humana no le gustan los misterios: tan limitada como es –apenas alcanza a conocer el cuatro por ciento de la realidad que la rodea-, prefiere aquello que puede tocar y medir.

Por otro lado, sin embargo, le encanta embarcarse en alambicadas especulaciones, con la inaudita pretensión de explicarlo todo.

Entre ambas tendencias, se mueve además la necesidad de seguridad, tan característica del yo, y que lo lleva –entre otras cosas- a querer controlar todo desde la mente.

Mezclado todo ello, es comprensible que se produzcan resultados extremos, igualmente desajustados: desde la negación de todo lo que no sea mensurable (es el cientificismo chato), hasta una forma de hablar del Misterio que lo objetiva –lo convierte en un “Objeto”- y, por tanto, lo cosifica.

Frente a este último riesgo, en el que suelen caer con facilidad las personas religiosas, nos previene esta frase del llamado Prólogo del cuarto evangelio: “A Dios nadie lo ha visto jamás”.

Sin duda, el razonar sobre Dios termina, antes o después, generando ateísmo. Porque el dios pensado no podrá ser, debido a la propia estructura de la mente, sino un “objeto mental”.

Por eso, resulta siempre oportuna la advertencia de Raimon Panikkar: “No deberíamos hacer una caricatura del símbolo Dios”. Incluso el papa Benedicto XVI, convertido en uno de los mayores defensores de la razón en la discusión religiosa actual, siendo profesor de teología en 1969, escribió algo que parece mucho más ajustado: “Todo intento de aprehender a Dios en conceptos humanos lleva al absurdo. En rigor, sólo podemos hablar de Él cuando renunciamos a comprender y lo dejamos tranquilo”.

Lo que vengo diciendo no significa, obviamente, abogar por el irracionalismo. La razón crítica constituye un logro definitivo de la Modernidad, que haremos bien en no descuidar nunca. En ella, encontramos una herramienta que nos permite desenmascarar cualquier planteamiento dogmático o comportamiento irracional.

Pero, paralelamente, es preciso reconocer que la mente no sólo no agota el conocimiento –hay un conocer no-mental o transmental-, sino que se revela radicalmente incapaz para hablar del Misterio, por una razón simple: éste la trasciende. (Pedirle a la mente que capte el Misterio es como pedirle al ojo que “vea” o entienda conceptos abstractos).

En su estudio sobre los místicos sufíes, E. Galindo escribe: Toda expresión sobre Dios tiene que ser heterodoxa..., porque Dios no se deja apresar ni menos expresar exhaustivamente por ninguna formulación humana. Dios desborda infinitamente toda ortodoxia” (E. GALINDO, La experiencia del fuego. Itinerario de los sufíes hacia Dios por los textos, Verbo Divino, Estella 1994).

Y muchos siglos antes, uno de los Padres de la Iglesia, Gregorio Nacianzeno había sido todavía más explícito: “Nuestros conceptos crean ídolos, sólo el «sobrecogimiento» presiente algo más”.

En resumen: A nuestra mente le parece que, por el hecho de decir “Dios”, ya sabe lo que dice. Pero ese dios así nombrado puede que no sea sino una creación a medida de la propia mente. Me parece que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el Dios habitual es un Dios proyectado y, por eso mismo, “colocado ahí fuera”. Con lo cual, nombrando a Dios, hemos fracturado la Unidad que es.

Si esto es así, ¿qué criterio nos queda? El de la experiencia mística (espiritual o transpersonal) y el de la práctica. A ese Dios que no podemos pensar, sí podemos experimentarlo –en el silencio y el vacío de la mente- y vivirlo. A eso apunta precisamente el segundo término de la frase del Prólogo: “El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”.

Como le gusta decir a José Mª Castillo, la afirmación nuclear de la fe cristiana no es “Jesús es Dios”, sino más bien “Dios es Jesús”. Lo que conocemos es el predicado de la frase. En él, en Jesús, atisbamos lo que Dios sea.

La tradición cristiana reconoce a Jesús como el “Rostro” de Dios. Su decir y su hacer constituyen criterios con los que desenmascarar las proyecciones habituales de las personas religiosas. Por eso, no es extraño que, en Jesús, aparezca un Dios desconcertante, inesperado, que rompe los esquemas “religiosos” y se manifiesta como Amor gratuito e incondicional, parcial con los más débiles y crítico de cualquier forma de dominación.

Jesús habla poco de “Dios”; su mensaje gira más bien torno al “Reino de Dios”, es decir, a la Unidad de Dios en todo y en todos que, acogida, da como resultado un mundo nuevo, caracterizado por la fraternidad.

En esa misma línea, lo que Jesús hace es vivir –practicar- a Dios. O mejor aún: permite que Dios se viva en él. Por eso, precisamente es “rostro” y manifestación de Dios: porque “Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre (J. Sulivan).

Y cuando se deja vivir a Dios, el ser humano se vivencia como bondad. Es exactamente lo que ocurrió en Jesús, que “pasó por la vida haciendo el bien” (Libro de los Hechos de los Apóstoles 10,38).

Jesús está “en el seno del Padre”, es decir, participa de la vida misma de Dios; es Dios expresándose en forma humana. Pero esto mismo que decimos de él, podemos afirmarlo de todos y cada uno de nosotros. Es toda la realidad la que está “en el seno del Padre”, sin dualidad posible.

Decía antes que, debido a su propia estructura, la mente es dualista, por lo que, incluso cuando nombra a Dios, establece separación. Y una vez fracturada la Unidad, nuestra propia identidad se nos vuelve problemática, al percibirnos como seres separados frente a los otros e incluso frente a Dios. Hemos olvidado nuestra verdadera Identidad, unitaria y compartida, que sencillamente se expresa y manifiesta en infinidad de formas.

Tal como han insistido los místicos, decir “yo y Dios” es romper la Unidad divina. Por el contrario, tanto la experiencia de Dios como el conocimiento del verdadero “Sí mismo” excluyen toda dualidad.

Nuestra mente nos hace creer que somos “yoes” que, temporalmente, tienen vida. Su limitación la confunde y le oculta que, en realidad, somos Vida, la única Vida divina –“que está en el seno del Padre”- que “temporalmente” se expresa y manifiesta en cada uno de los seres.


Enrique Martinez

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