ABC | Juan Manuel de Prada
Hace diez o doce años publicaba Félix de
Azúa un artículo que me impresionó muy vivamente. El autor había asistido al
funeral de un amigo y glosaba el sermón del cura, en el que se vino a decir que
tras la muerte «nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un
alegre y vertiginoso incendio». Escuchando este sermón, Azúa se sorprendió de
que los católicos nos conformáramos con esta versión amputada de la Gloria
eterna; e incluía en su artículo este vigoroso apóstrofe: «Católicos, no os
dejéis arrebatar la Gloria de la carne. No os hagáis hegelianos. Que, sobre
todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y sólo
cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se
salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a
saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma
digni dad que nuestro espíritu, s i no más, porque también sufre más el dolor.
Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las
ignorancias».
Recorté entonces aquel artículo, pues me
pareció una soberbia denuncia —tanto más valiosa por proceder de un incrédulo—
de ese aguachirle espiritualizante que ha ido adulterando los paisajes de la
vida futura. Con razón ha dicho Benedicto XVI que el mayor daño a la fe no lo
provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. También nosotros, como
Azúa, hemos escuchado muchos sermones en los que la gloria de la carne es
eludida o escamoteada (como, en general, lo son otras muchas realidades
escatológicas); y cuando, en alguna ocasión, hemos reprochado al cura esta
elusión o escamoteo, hemos recibido la misma explicación —o excusa— barullera,
que viene a resumirse así: «Puesto que no sabemos cómo ocurrirán tales cosas, mejor
no hablar demasiado de ellas, para que la imaginación de los fieles no se
extravíe». Pero toda esperanza eficaz se apoya en el pedestal que la
imaginación le presta; cuando no podemos hacernos una idea concreta de lo que
esperamos, tendemos a expulsarlo de nuestra mente.
Si persistimos en cerrar una tras otra
todas las salidas por donde el creyente busca concebir su destino último, al
fin abandonará su empresa. Si los hombres mantienen una esperanza, aunque sea
encarnada en formas toscas, y nosotros persistimos en decirles que su
realización no puede tomar ninguna de las formas que ellos pensaban, acabarán
por decir que la esperanza misma es una filfa ilusoria. Pues para el mero viaje
de nuestras almas hacia la «luz divina» no hacían falta las alforjas de un Dios
que se hace carne y sufre tormentos en su carne, antes de morir y resucitar al
tercer día. Esta resurrección de la carne es la que nos ha sido prometida; y
esta resurrección de la carne es el deseo que Dios infunde en todo el ser del
hombre a través de la Eucaristía. Deseo que, inevitablemente, se amustia a
medida que el misterio eucarístico de la transubstanciación se rutiniza o
desacraliza. ¡Dígale usted a un tío que comulga como quien hace cola en el
rancho (con la manita a guisa de cuenco) que ese pedacito de pan ácimo —ante el
que ni siquiera le dejan arrodillarse— prefigura la resurrección gloriosa de su
carne!
La fe cristiana en la resurrección de la
carne se topó desde el principio con las incomprensiones y resistencias propias
de una filosofía espiritualista que consideraba el cuerpo una suerte de cárcel
de la que el alma quedaba liberada con la muerte. Con signos de esta
incomprensión ya se topa San Pablo en el Areópago de Atenas; y tales
resistencias las sigue mostrando nuestra época, dispuesta a admitir
condescendientemente alguna forma de supervivencia espiritual más allá de la
muerte, pero intelectual y afectivamente cerrada a la resurrección de la carne.
Actitud congruente con su rechazo de la fe, que no es —como pretenden ciertas versiones
sucedáneas— una relación intelectual con la divinidad, ni un impulso afectivo
hacia ella, sino un abrazo conyugal que transforma la massaperditionis que
formamos en Adán en el Cuerpo místico de Cristo, a través del cual circula la
sangre de su vida divina. De ahí que ese abrazo conyugal, que abarca nuestra
naturaleza entera, se manifieste en los sacramentos a través de gestos y
vínculos corporales: Dios no llega a nosotros en primer lugar por una
predicación de sabiduría o por un ejemplo de virtud, sino por la carne (en esto
consiste la Encarnación); y al abajarse y aceptar nuestra naturaleza, se hace
una sola carne con nosotros, en una suerte de desposorio eterno.
La consecuencia natural de ese desposorio
—su plenitud final —es, como es cribe el siempre finísimo y penetrante Fabrice
Hadjadj en La profundidad-de los sexos, el abrazo del Eterno hasta la raíz de
nuestro cuerpo, la posesión divina de cada una de nuestras fibras a través de
la resurrección de la carne. A esa nueva forma de existencia la llama San Pablo
cuerpo glorioso o espiritual, renacido de la semilla corruptible de nuestro
cuerpo mortal y sin las limitaciones propias de la materia: porque la
resurrección no es la recuperación del cuerpo abandonado por el alma, ni
tampoco la continuación de una vida corporal interrumpida por la muerte —como
pensaban los saduceos—, sino el principio de una vida nueva. Como explica San
Agustín en La ciudad de dios, «todos los miembros, todas las vísceras del
cuerpo incorruptible, sujetas hoy a las diversas funciones que la necesidad
impone, en esa hora en que la necesidad cederá ante la felicidad, concurrirán
todos en la alabanza a Dios».
Y en ese estado de felicidad perpetua en
el que «todo defecto será corregido, todo lo que falta respecto a la medida adecuada
será completado y será suprimido todo lo que esté en demasía», podremos ser uno
con las personas a las que amamos en la tierra de una manera mucho más profunda
y perfecta, porque esa unión será, antes que cualquier otra cosa, unión con la
fuente: nuestra amada será esposa de Dios más que nuestra. Algo de esto intuyó
Agustín de Foxá en un poema hermosísimo titulado «Juicio Final», en el que, al
figurarse a su amada tras la resurrección de la carne, hablaba de «formas
recobradas», «venas vibradoras» y «corazones palpitando otra vez». ¡Católicos,
no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne!
Son muchos los creyentes cristianos que empiezan practicando yoga y otras disciplinas orientales, esótericas, ocultistas, new-age, etc, que terminan creyendo en la doctrina de la reeencarnación y el Karma. No acaban de comprender que el ser humano es una unidad. No es un espíritu que tiene un cuerpo. Es, también, cuerpo. Una antropología realista nos evitará caer en concepciones del ser humano que nada tienen que ver con el evangelio.
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