lunes, 24 de enero de 2011



Evangelio de Mateo 5, 1-12

En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y él se puso a hablar enseñándoles:

Dichosos los pobres en el espíritu,

porque de ellos es el reino de los Cielos.

Dichosos los sufridos,

porque ellos heredarán la tierra.

Dichosos los que lloran,

porque ellos serán consolados.

Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,

porque ellos quedarán saciados.

Dichosos los misericordiosos,

porque ellos alcanzarán misericordia.

Dichosos los limpios de corazón,

porque ellos verán a Dios.

Dichosos los que trabajan por la paz,

porque ellos se llamarán “los Hijos de Dios”.

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,

porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

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El llamado “Sermón de la Montaña” es el primero de los cinco grandes discursos de Jesús que encontramos en este evangelio. Mateo, fiel a su intención de presentar a Jesús como el “nuevo Moisés”, recopila la enseñanza del Maestro de Nazaret en cinco bloques, como si de un nuevo Pentateuco –los cinco libros de la Torá atribuidos a Moisés- se tratara.

Los otros cuatro discursos son los siguientes: el misionero (9,36-11,1), el parabólico (13), el comunitario o eclesial (18) y el escatológico (24-25).

Este primero ocupa tres capítulos (5-7), constituye la “perla” del evangelio de Mateo y se abre con la proclamación de las bienaventuranzas.

Siempre de acuerdo con su proyecto, el autor presentará un escenario lleno de reminiscencias importantes para el pueblo judío, pues evoca la proclamación de la Ley de la alianza por parte de Moisés, tal como se narra en el Libro del Éxodo (19-24). Y eso ya desde el mismo inicio. Palabras tales como “gentío”, “montaña”, “maestro sentado que enseña”, “discípulos”… están haciendo referencia, en la intención de Mateo, a la constitución del “nuevo Israel”, sobre la base de la palabra de Jesús.

En ese sentido, podemos recibir las “Bienaventuranzas” como las actitudes características de esa novedad; la propuesta de un nuevo estilo, alternativo a la cultura dominante, que nace de una comprensión profunda de lo que somos. Por eso, no deben entenderse en clave “moral” –como si constituyeran una serie de mandamientos o exigencias-, sino en clave de “sabiduría”, como llamada a despertar y a crecer en aquella misma comprensión de la que hablaba.

Quien se expresa aquí es un hombre sabio, alguien que “ha visto” y, por eso mismo, puede ayudarnos a “ver”. Leídas en esta clave, nos será fácil percibir la verdad de su contenido y la vida que ofrecen.

Es sabido que, a diferencia de Lucas –que habla de situaciones: los que son pobres, los que sufren, los que lloran…-, Mateo se refiere a actitudes, es decir a modos de situarse ante la realidad. En el primer caso, se subraya que Jesús se pone del lado de quienes sufren, ofreciéndoles la cercanía de Dios y una promesa de salida de su situación dolorosa. En este segundo, se muestra un “modo de ver y de vivir” coherente con nuestra identidad más profunda, que constituye, por eso mismo, el camino de la dicha o bienaventuranza. No hay que olvidar que, en la mentalidad semita, las bienaventuranzas no son promesas de salvación para el futuro, sino proclamación de felicidad ya para el presente… Una felicidad a la que accedemos en la medida en que nos reconocemos en quienes realmente somos, saliendo de los engaños en los que nuestra mente (el ego) –debido a su visión estrecha- nos introduce con tanta facilidad.

Por eso, no sólo no es casual que la propuesta empiece hablando de los “pobres de espíritu”, sino que ahí se encierra la clave para comprender todo el conjunto. Sólo quien se percibe y vive de ese modo puede comprender y vivir todo lo que sigue. Más aún: el resto de las bienaventuranzas no son sino una descripción de quien es “pobre de espíritu”. ¿Qué se está indicando, pues, con esa expresión?

En la Biblia, los “pobres según el Espíritu” son los anawim, las personas que viven una actitud hecha a la vez de humildad, paciencia y mansedumbre: de hecho, aquel término bíblico designa tanto a los “pobres” como a los “mansos”. Son aquéllos que se dejan hacer por el Espíritu; tienen cosas, pero no las poseen, no las agarran como suyas, no se las apropian. Eso es lo que les permite tener el corazón “des-ocupado”, y eso es lo que hace posible que Dios pueda “reinar” en ellos.

Al tratarse de una actitud, se está indicando que es una opción: “pobres de espíritu” son –en la acertada traducción de Juan Mateos- “los que eligen ser pobres”.

De modo que la bienaventuranza podría quedar formulada así: “Felices los que eligen ser pobres, porque sobre ellos Dios puede ejercer su reinado”. Es decir, dejan que Dios actúe en ellos, convirtiéndose así en “cauce” a través del cual Dios, el Misterio de Vida y de Amor, se manifiesta y fluye.

Pero esa forma de vida no puede nacer del voluntarismo, sino de la comprensión adecuada de quienes somos. Y es ahí justamente adonde apunta esta bienaventurzanza básica. Elegimos ser pobres cuando conocemos nuestra identidad. Veámoslo más despacio.

“Pobre de espíritu” es aquél que no se identifica con ninguna “forma”, sea material o mental. No se identifica, por tanto, con su yo (una forma más). Por el contrario, vive la desapropiación, porque ha comprendido que su verdadera identidad está “más allá de cualquier forma”.

Es precisamente esa comprensión la que le hace vivirse desapropiado, libre y pleno. No se identifica con el yo ni con sus vaivenes, no está a merced de lo que pueda o no ocurrir, no se afana en la persecución de “formas” en las que creería encontrar la felicidad, no gira en torno a sí mismo de un modo egocentrado…

Ve las formas como lo que en realidad son: objetos. Los pensamientos, sentimientos y emociones los percibe también como formas pasajeras,que aparecen y desaparecen en el campo de la conciencia. El propio “yo” es otra forma más, con la misma volatilidad e impermanencia que las anteriores.

La bienaventuranza viene a decirnos que quien vive identificado con esas formas no podrá experimentar lo que es el “reino de los cielos”. Y eso no por un castigo divino, sino porque el “reino del yo” y el de “los cielos” se excluyen entre sí.

¿Qué es el “reino de los cielos”? En el contexto en el que venimos hablando, bien podríamos traducir esa expresión –central en el mensaje de Jesús, y dotada de múltiples significados convergentes, según las perspectivas que adoptemos: individual, social, espiritual…- por Plenitud. Una plenitud que incluye Vida, Alegría, Amor, Paz, Unidad… y que se experimenta únicamente en el presente; o mejor aún, cuando descubrimos que somos Presencia.

Esa es la plenitud que vive el “pobre de espíritu”. Porque, desidentificado de su yo, viviendo en el presente, se percibe a sí mismo como Presencia. Del mismo modo que el presente no es un tiempo más, entre los imaginarios pasado y futuro, sino el Espacio en el que todo ocurre, la Presencia no es algo que pueda ser pensado o delimitado, sino la Conciencia que es –y somos, como nuestra identidad más honda-.

Leído en clave religiosa, los “pobres de espíritu” han vivido “pegados” a Dios, en quien han encontrado el Descanso que se ha traducido en una vida siempre confiada. Su experiencia de unidad con Dios es la que les permitió desidentificarse de su yo.

Leído hoy en una clave más ampliamente espiritual, los “pobres de espíritu” son quienes se saben, se comprenden y se viven constituidos por el Misterio inefable que las religiones han llamado “Dios”. Anclados en esa Identidad compartida –somos diferentes pero somos Lo mismo-, se experimentan como la Presencia atemporal e ilimitada, ecuánime y amorosa; han caído en la cuenta de que no tienen una vida a la que aferrarse o defender, sino que son la Vida que se expresa en una forma concreta; se descubren así viviendo ya en el “reino de los cielos”, como el propio Jesús.

(A quien le interese releer las bienaventuranzas en esta clave, puedo sugerirle el capítulo que escribí en el libro: Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal, Desclée de Brouwer, 2010, pp. 45-97: “Las Bienaventuranzas: mensaje de sabiduría y llamada a despertar”).

Enrique Martinez

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