Juan 2 1-11
En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí; Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino y la madre de Jesús le dijo:
― No les queda vino.
Jesús le contestó:
― Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora.
Su madre dijo a los sirvientes:
― Haced lo que él diga.
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dijo:
― Llenad las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les mandó:
― Sacad ahora, y llevádselo al mayordomo.
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, porque habían sacado el agua), y entonces llamó al novio y le dijo:
― Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú en cambio has guardado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea, Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.
Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.
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Con el relato de las “bodas de Caná”, situado al inicio del evangelio, el autor busca transmitirnos el primer retrato de Jesús. Por eso, una lectura del mismo en clave literal lo desfigura, al reducirlo a un episodio anecdótico que roza lo mágico, y lo priva de su significado para nosotros.
En efecto, ¿qué sentido podría tener imaginar a un Jesús dotado de poderes mágicos, que los utilizara para cambiar el agua en vino en una fiesta de bodas? Cuando se ha leído de esa forma literal, se ha puesto el acento en el “poder” y en la “bondad” de Jesús, así como en la “preocupación atenta” de María. Nada de eso se niega, pero parece evidente que el autor no ha querido empezar su evangelio –sumamente elaborado- con una mera anécdota familiar.
Sabemos que los relatos evangélicos que han llegado a nosotros tuvieron un largo recorrido hasta quedar plasmados en la forma en que hoy los leemos. Fueron textos transmitidos oralmente, adaptados a las diferentes situaciones de las comunidades primeras, elaborados y trabajados con fidelidad al trasfondo histórico pero, al mismo tiempo, con una gran creatividad, de cara a responder a las nuevas situaciones y hacerlos comprensibles en los nuevos contextos. Todo ello ha dado como resultado unos textos magníficos, cargados de simbolismo, que operan como catequesis que intentan, a la vez, vehicular la fe en Jesús y mostrar un estilo de vida coherente con su mensaje.
En aquel proceso primero de elaboración, el cuarto evangelio alcanza las cotas más altas. Todo él es un relato minuciosamente cuidado que juega con un rico simbolismo, con el que busca presentar a Jesús como el revelador del Padre.
El propio autor nos ha revelado su intención al terminar su propio escrito (el capítulo 21 es un añadido posterior) con estas palabras: “Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna” (20,31).
Por lo que refiere al relato de hoy, si lo leemos con atención, descubriremos algunos “guiños” del autor, que nos hacen caer en la cuenta de su carácter simbólico y así evitar leerlo de un modo literalista. Planteo algunos en forma de interrogantes:
· ¿Cómo puede ser que, en una fiesta de bodas, no hayan preparado vino suficiente (teniendo en cuenta, además, de que se trata de gente importante y que la comida está a cargo de un “mayordomo”)?
· ¿Cómo entender que esa falta escapa al propio mayordomo que está al tanto de todo y, sin embargo, es advertida por una invitada (María)?
· ¿Por qué Jesús se dirige a su madre llamándola “mujer”, un término que designaba a la esposa?
· ¿Qué sentido tiene que hubiera nada menos que seiscientos litros de agua (!) para el rito simple de las purificaciones?
· ¿Por qué la insistencia del autor del evangelio en que se trata del “primer signo” de Jesús? ¿Cuál es su significado? ¿A qué otros remite?
Todos estos interrogantes, irresolubles desde una lectura literalista, encuentran pleno sentido cuando acogemos el relato desde la que fue, probablemente, la intención del autor.
Pero, además de estas cuestiones, una lectura atenta y conocedora del transfondo histórico, cultural y religioso de nuestro evangelio, encuentra una serie de elementos portadores de significado preciso. Entre ellos, hay que destacar los siguientes: la boda, la referencia a la “hora”, el tercer día, el número seis, que las tinajas sean “de piedra” y utilizadas para la purificación, la carencia de vino, el hecho de llenarlas de agua “hasta arriba”, la presencia de la madre de Jesús (a quien nunca llama María, sino “mujer”), la frase: “Haced lo que él os diga”, etc.
Ante tal presencia de elementos simbólicos, Ch. Dodd, uno de los mejores especialistas en el estudio de este evangelio, llega a plantear que el presente relato sería, en su origen, una parábola que tendría como “motivo central”, igual que tantas otras, una fiesta nupcial. Posteriormente, el relato parabólico se habría convertido en una “historia de milagro”.
A partir de los elementos que el evangelista nos ofrece, parece que pueden detectarse fácilmente las claves que hacen posible la comprensión de nuestro relato en profundidad.
· El agua simboliza la religión vacía;
· el vino, la alegría y la vida abundante que proceden de Dios;
· María es la “mujer”, el resto fiel de Israel, “desposado” con Dios;
· las bodas son el símbolo de la unión (alianza) de Dios con el pueblo;
· las tinajas de piedra (seis es el número de lo imperfecto e incompleto) representan a
· la expresión “haced lo que él os diga” es prácticamente idéntica a la que pronunció el pueblo el día de la alianza (pacto, desposorio) del Sinaí: “Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho” (Libro del Éxodo 19,8);
· que sea el “comienzo de los signos” hace de éste el prototipo y clave de interpretación de los que seguirán (en total, serán “siete”, el número que expresa la plenitud).
Con estas claves, podemos comprender que lo que ocurre en Caná preanuncia las bodas de
Con todo ello, Caná declara que el judaísmo está caducado; y, con él, la religión. De hecho, a continuación, el evangelio presentará a Jesús como el “nuevo templo” (“«destruid este templo y en tres días yo lo levantaré de nuevo»: el templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo”: 3,19-21) y proclamando que “para dar culto al Padre, no tendréis que subir a este monte ni ir a Jerusalén… Ha llegado la hora en que los que rindan verdaderamente culto al Padre, lo harán en espíritu y en verdad… Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (4,21-24).
La boda en la que falta el vino simboliza la antigua alianza que va a ser sustituida por la nueva, en la que se dará el vino del Espíritu. Jesús inaugura una nueva relación del hombre con Dios, que no estará mediatizada por
Así leído, descubrimos la hondura y centralidad de este relato. El texto, en el conjunto del evangelio de Juan, significa la obra entera de Jesús, que proclama y posibilita las “bodas” de Dios con el ser humano (que en el Antiguo Testamento se entendían como alianza). Para el evangelista, la nueva alianza se inicia ahora con la vida pública de Jesús; su consumación vendrá en la cruz. Esa será la “hora” de Jesús. En este evangelio, la obra de Jesús, desde sus mismos comienzos, está revestida de nupcialidad. Por eso, desde el comienzo mismo –desde el “primer signo”- anuncia el cumplimiento: el “nuevo pueblo” vive unas bodas con Dios, en las que el “vino” -
Es comprensible que, desde un nivel “racional” de conciencia, aun reconociendo el carácter simbólico del relato, se lea este texto en clave de dualidad. Dios y la humanidad (la creación) serían “dos entidades” capaces de entrar en relación, pero se seguiría pensando a “Dios” como un ser separado.
Sin embargo, de acuerdo con la vivencia del propio Jesús, tal como queda reflejada en este mismo evangelio, y en sintonía con la percepción no-dual que se va abriendo camino, de un modo cada vez más generalizado, en nuestro momento cultural, y que es expresión de una nuevo nivel de conciencia (transpersonal), emerge una lectura del texto que adquiere una profundidad mayor.
Las “bodas” son el símbolo de lo real. Todo se halla “desposado” con todo, constituyendo una gran Red que se sostiene en la misma interrelación. Todo es divino-humano-cósmico al mismo tiempo. No como realidades sumadas, ni siquiera unidas, sino como expresión no-dual de
El viejo Sutra del corazón nos recuerda que “Vacío es forma, y forma es Vacío”. Lo divino y lo humano no son realidades paralelas, sino las “dos caras” –magníficas en su diferencia- de la misma Realidad.
En las “bodas de Caná”, el agua puede bien simbolizar la ignorancia en que nos encerramos cuando nos reducimos al ego y a la mente: una ignorancia que es carencia y sufrimiento. El vino, por el contrario, es expresión de
Enrique Martinez
1 comentario:
El vino es el fruto de un trabajo largo en el tiempo y en el esfuerzo (arar, sembrar, regar, abonar, quitar malas hierbas, vendimiar, pisar la uva, dejar madurar,...)
El agua simplemente se coge de un pozo o de un río.
Convertir el agua en vino significa recibir la gracia e inmediatamente adquirir un conocimiento, unos valores y un nivel que por otra parte requerirían largos años de estudio, rezos y meditación.
Jesucristo convertía a los hombres-agua en hombres-vino. Hombres simples e insípidos en hombres con aroma, cuerpo y sabor. El vino también es metáfora de embriaguez mística, éxtasis o gozo espiritual unido siempre a la alegría (la fiesta).
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